Dicen que en lo que va de nuestra humanidad, nos han castigado seis grandes pandemias. La peste fue una enfermedad que infectó a Europa allá por el siglo XIV, aunque ya se la conocía. Dicen que a lo largo de la historia la peste se llevó a más de trescientos millones de personas. Tuvo otra aparición europea en el siglo XVIII y una tercera oleada en China en el siguiente siglo.
El cólera azotó a la humanidad por más de un siglo, fue una amenaza a la vida en todo el globo terráqueo. Parece que comenzó en un misterioso lugar llamado Bengala (India), donde hizo estragos sin parar, y se propagó a Rusia, China, Japón y el sudeste Asiático. Comenzó en 1817 y terminó en 1824, luego volvió en 1827, afectó a Europa y Estados Unidos y tuvo su tercera oleada hacia 1839, cuando llegó desde África hasta América de Sur, especialmente Brasil. Tuvo otras dos o tres epidemias más pero de modo más controlado.
El avance de los intercambios comerciales y de la navegación contribuyeron a su diseminación por China, Irán, Egipto y luego por la cuenca del mediterráneo. Sabemos lo que generan estas pandemias: temor a la transmisión y el contagio. Las plagas se llevaron poblados enteros y convirtieron ciudades en cementerios. En aquel entonces, la gente lo veía como una especie de castigo divino, enviado por una tormenta en la que la palabra de Dios se había transformado en un rugido infernal.
Luego de la peste y el cólera vinieron otras más, como una oleada pandémica de enfermedad y muerte. Algunas pandemias históricas han sido la viruela, la gripe, el Ebola, el VIH, entre otras. Teniendo en cuenta siglos de pandemias en nuestro haber, ¿por qué hoy nos sentimos viviendo esta situación como si fuera la primera vez?
El humano padece de un olvido fundamental. De un volver a empezar desde sí mismo, desde su propio narcisismo y eso lo empobrece. Todos hemos creído alguna vez que el mundo era nuestra comarca o que la vida había comenzado cuando por fin nacimos.
Los avances a nivel científico desde aquellas pandemias de antaño a hoy día han sido fenomenales, sin embargo nos volvió a tomar de improvisto, tenemos “todo” el saber científico a nuestra disposición y aun así nos encontró desprevenidos. ¿Por qué el ser humano es el único animal que tropieza mil veces con la misma piedra?
Uno podría preguntarse entonces si hay aprendizaje de lo vivido, o si más bien la represión actúa como una fuerza protectora de la vida, que nos permite volver a empezar cada vez como si fuese la primera. Y que luego de esta relación estrecha con la enfermedad y la muerte, volveremos a poner en marcha todo un aparato represivo para por fin distraernos de nuestra propia mortalidad y volver a planear, mientras nos sea posible, una vida ilimitada, una vida sin muerte.
Muchas preguntas iniciada la pandemia de la covid-19 apuntaron hacia un “final” posible del capitalismo tal como viene desarrollándose hasta hoy día de modo feroz.
Hay una posición subjetiva habitual que se acomoda adecuadamente frente al riesgo, de modo de salvaguardar la vida, el cuerpo propio. Sin embargo, una vez pasado el momento traumático y arrastrando alguna que otra secuela de cierta gravedad, la represión opera de modo que la vida vuelva a sus caudales. Y ese es el “carácter conservador” que Freud otorgaba al ser humano, al señalar que el hombre siempre quiere volver a un estadio anterior. Lo que hoy en día algunos se contentan en llamar “la zona de confort”.
Son los umbrales de la angustia que nos dirán hasta dónde podremos salir, serán los caudales de temor que nos indicarán hasta dónde arriesgar, todas ellas medidas éticas y subjetivas. El ser humano, a partir de las conceptualizaciones freudianas, cuenta en su haber con una pulsión de muerte que si bien se encuentra articulada con la vida, en ocasiones no nos lleva a cuidarnos, sino todo lo contrario. ¿Acaso no escuchamos a diario hablar de tal o cual amigo sobre cómo se boicotea? ¿De lo autodestructivo?
Pasado un momento inicial de gran riesgo, y aflojadas las medidas más severas de control y aislamiento, el gran desafío estará en cada uno de nosotros, en rescatarnos del olvido egocéntrico que nos hace creernos inmortales. El yo tiene una función primordial según Jacques Lacan, y es la del autodesconocimiento. Es gracias al psicoanálisis que sabemos que la realidad psíquica es la realidad del sujeto, y no tanto esa que llamamos “realidad objetiva”.
Quizá no esté demás recordar en este momento cómo la medicina, las ciencias en general y los gobiernos en particular podrían contribuir al olvido y la represión de nuestro propio ser mortales, en pos del entretenimiento y la distracción que tanto nos gusta a los sujetos devenidos hoy día consumidores en busca de la felicidad.
Cada uno de nosotros en particular puede tener sus olvidos, sus modos de negar la propia realidad mortal, así como sus formas de creerse invencible, pero el discurso de la ciencia, la medicina, los gobiernos serían un gran peligro si negaran la realidad, la mortalidad.
Freud sostuvo siempre la idea de que aquello que es olvidado, de alguna forma, siempre vuelve. Habrá que trabajar fuertemente, para encontrar vacunas nuevas, tratamientos eficaces a la hora de salvar vidas humanas, pero también habrá que recordar que el discurso macabro de la omnipotencia imperante en nuestros días, que nos manda a olvidarlo todo porque todo lo podemos, que nos envía a salvarnos solos porque nada necesitamos más que a nosotros mismos, terminará siendo nuestro propio infierno. El infierno de un yo que se creyó inmortal y no se conoce ni a sí mismo. Nadie se salva sólo, y para nada te sirve la autoayuda. La vida te la da y te la salva siempre otro humano, tan mortal como lo eres tú. No lo olvides.
Fuente: Página/12
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