Por teléfono, su voz transmitía pesadumbre. “Mire –dijo, de pronto–, esto me tiene tan podrido que a veces me dan ganas de desaparecer.” En su boca, tal verbo tenía una escalofriante resonancia. Albano Harguindeguy se refirió así a su arresto domiciliario, antes de rechazar mi propuesta de entrevistarlo para un documental. Sin embargo, no objetó ser visitado. El encuentro se produjo en la tarde del 30 de julio.
Fue dificultoso llegar a la calle Eva Perón al 1300, de Los Polvorines. Al remisero le causó gracia el paquete con masitas secas que llevaba para semejante anfitrión, uno de los jerarcas más sanguinarios de la última dictadura. Su esposa, en cambio, las aceptó con beneplácito. Doña Elena derrochaba una tensa cortesía. Esa actitud mutó en ira al apartar a dos mastines que saltaban a mi alrededor. Luego recobró la compostura. Y me condujo al jardín. El viejo genocida estaba en el porche, sentado ante una pequeña mesa. De la cintura le colgaba una bolsa con orina. Al percibir mi presencia, extendió una mano fría y húmeda. Sus ojillos poseían el brillo de antaño.
Aquella misma mirada había sobresaltado alguna vez al jefe montonero Roberto Perdía. Fue al caer la noche del 13 de enero de 1976 en un desolado doque de Puerto Madero. Otro referente de esa organización, Norberto Habbeger, armó un cónclave secreto entre Perdía y Harguindeguy –al que conocía del Operativo Dorrego– para negociar la situación de Roberto Quieto, quien días antes había caído en manos de una patota policial. Esa vez, a Harguindeguy le colgaba de la cintura un revólver Smith & Wesson calibre 38. Perdía portaba una 45. Con tal adminículo, abordó el Falcon que conducía el militar. Éste se permitiría una curiosidad:
–¿Es usted Marcos Osatinsky?
Se refería al emblemático jefe de las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) fugado del penal de Rawson en agosto de 1972.
–Ustedes lo mataron hace un mes.
–Ah, no sabía. Es que no pude hablar a fondo con Viola, porque todavía se está sacudiendo el polvo de la bomba que ustedes le pusieron…
Harguindeguy sonrió con picardía, para agregar:
–Tampoco pude transmitirle el afán de diálogo que ustedes tienen ahora.
–¿Hay alguna posibilidad en relación a Quieto? –quiso saber Perdía.
–De ningún modo. Quieto no va aparecer. Olvídense. No vamos a andar tirando cadáveres en los zanjones. Desde ahora, los cadáveres no van a aparecer. Vamos hacer otra cosa.
Pronunció la frase con los dientes apretados, sin dejar de conducir el Falcon a paso de hombre por las desiertas callejuelas del puerto. Finalmente, aclaró:
–Lo de Lanusse fue una dictablanda. Dictadura va ser la nuestra. A Quieto no lo van a volver a ver. En realidad, no volverán a ver más a nadie.
Un visionario.
Siete lustros después, Harguindeguy confirmó el episodio, pero a su modo: “Era Osatinsky al que vi”, insistía.
Los dos mastines me olisqueaban. Y él, desde su silla, observaba mi reacción. La escena era inquietante. El dueño de casa la remato con una frase de circunstancia: “Nos creímos omnipotentes; ése fue nuestro gran error”.
El tipo había sido el jefe de la Policía Federal durante la última etapa del gobierno de Isabel Perón. Desde tal cargo, fue uno de los bastoneros del desfile militar hacia el 24 de marzo de 1976. A partir de entonces –y durante cinco años– sería nada menos que ministro del Interior. Aquel hombre de cara cuadrada resaltaba entre sus pares por sus modales campechanos. Esa característica de su personalidad estaba presente aún en los instantes más dramáticos.
De ello pudo dar fe la esposa del ex presidente boliviano Juan José Torres, asilado en el país. Ella fue recibida por Harguindeguy el 2 de junio de 1976, tras 48 horas sin noticias sobre el paradero de su esposo. Harguindeguy no ocultó su interés en el asunto. Y quiso saber: “¿El señor tiene deudas de juego?” La respuesta fue negativa. Entonces, consoló a la mujer con las siguientes palabras: “No se preocupe, señora; su marido quizás está de juerga”. El cadáver del mandatario apareció cosido a balazos en un descampado de San Andrés de Giles.
Ahora, al Vasco –tal como sus allegados le decían– poco le quedaba de su proverbial picardía. Izado del asiento por su esposa, se aferró a un andador con ruedas. Al desplazarse con sumo esfuerzo, su rostro dibujó una mueca atroz. En el living ya estaban servidas las masitas y el té. Lo cierto es que Harguindeguy no era un individuo al que la adversidad le quitara el apetito: tras mojar las masitas en la infusión, las engullía con una voracidad casi infantil. En tales circunstancias, balbuceó: “Me quieren culpar hasta de la Conquista del Desierto”.
Pese a no tener ninguna condena, el ex ministro de Videla estaba procesado en todo el país por crímenes de lesa humanidad. Una de esas causas era por el secuestro extorsivo del empresario Federico Gutheim. Desde 2004 tenía prisión preventiva por su rol en el Plan Cóndor. En el expediente sobre los crímenes cometidos en las mazmorras de Coordinación Federal, se lo considera responsable de 34 asesinatos y 200 casos de secuestros y torturas. También debía enfrentar a la Justicia por la muerte del obispo Enrique Angelelli, en La Rioja. Sólo había llegado a juicio oral en la megacausa de Entre Ríos. Allí debía responder por cuatro desapariciones y 25 casos de privación ilegal de la libertad y torturas cometidos en las ciudades de Concordia, Gualeguaychú y Concepción del Uruguay. De cara a las audiencias, Harguindeguy alegó problemas de salud para no presenciar el juicio. En la jornada en la que tuvo que declarar por teleconferencia, permaneció cruzado de brazos, con la mirada extraviada y sin decir más que monosílabos.
En su hogar, por momentos, también caía en tales pozos; un autismo que lo tomaba por asalto justo cuando parecía a punto de formular alguna revelación. Era como si bromeara. Doña Elena, entonces, le dedicaba una sonrisa triste.
Ella, una sexagenaria retacona y locuaz, había comenzado a intimar con Albano cuando él aún vivía con su primera esposa. Lo cierto es que el asunto no tardó en complicarse. Algunos vecinos de la Recoleta suelen recordar cuando esa mujer arrojó la ropa del adúltero por el balcón. En esa situación, Harguindeguy, bramaba: “¡El sable nooo!”
En ese lunes de julio, al despedirse, Harguindeguy volvió a extender hacia mí su mano fría y húmeda.
Su expresión otra vez era gagá.
Tres meses más tarde, el anciano criminal exhaló su último suspiro.
Fuente: nota de Ricardo Ragendorfer para Miradas al Sur
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