Aterrizo en Helsinki. Al intentar pagar el tren al centro,
se me clava el frío del andén. Olvidé mi vida —carné, móvil, billetera— en el
baño de llegadas del aeropuerto. No puedo volver a entrar. Corro a un
mostrador. Una empleada me escucha, inmune a mi cara de terror. Telefonea.
Espero. Vuelve a telefonear. Nada. Me manda a otra ventanilla. Allí, la mujer,
impasible, hurga bajo la repisa y pregunta: “¿Ana?”. Levanta el DNI. El
teléfono. La cartera. En Finlandia dejas tu identidad en el váter y te la devuelven.
Una revista abandonó 12 carteras en 16 ciudades. Helsinki resultó ser la más
honrada del mundo. Aparecieron 11; en Madrid, 2. Al llegar al país
plusmarquista en tantas cosas —el más libre y estable del mundo y el que más
contribuye al bienestar de la humanidad— me toca experimentar precisamente este
récord. Casi lloro de alivio. Ya puedo ponerme a buscar el secreto de la
felicidad finlandesa.
En la sauna, ni apellidos, ni trabajo, ni política
-¿Os acordáis de aquellos turistas españoles?
Entre el vapor y la oscuridad de la sauna apenas se
distinguen los rostros de una decena de hombres y mujeres. Salvo Ana, una joven
mexicana que acompaña a Riikka, la tía abuela de su hijo, son todos de mediana
edad. Riikka cuenta que el ritual de sauna y baño en el mar le hace sobrellevar
la larguísima época de oscuridad. A Outi, una jovial médica en la cincuentena,
le relaja. Un señor revela que conoció aquí a la sonriente mujer que se sienta
a su lado. ¿De qué suelen conversar? “Del tiempo. O de recetas de cocina”, dice
Outi. Lleva 19 años viniendo aquí, pero no conoce el apellido de los otros
socios. Ni su profesión. “Existe una regla. No se habla ni de trabajo ni de
política”. Buen lugar para saborear esta igualitaria sociedad.
Fuente: El País de España
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