Cecilia D. forma parte del grupo de argentinos que ha comenzado a comer una vez al día por culpa de la crisis que atraviesa su país. En lugar de almorzar y cenar, esta mujer de 35 años de la ciudad industrial de Campana (80 kilómetros al norte de Buenos Aires), su marido discapacitado y sus tres hijos mayores —tiene un cuarto de cinco meses— unifica la comida diaria a las seis de la tarde porque no les alcanza para más. “Nunca me pasó de comer una sola vez por día… ni en la crisis de 2001”, recuerda Cecilia sobre aquella catástrofe socioeconómica y política que sufrió Argentina a principios de siglo, una crisis de proporciones mayores que la actual. Claro que en aquel tiempo, ella tenía 18 años, no era madre, vivía de cuidar a una niña y con su familia iban a clubes de trueque para intercambiar bienes básicos.
En el centro de salud de su barrio, el San Cayetano, Cecilia conseguía hasta octubre pasado dos kilos de leche fortificada en polvo para su bebé, como parte de un plan estatal para menores de dos años, pero en noviembre una enfermera colgó un cartel que alertaba: “no hay leche hasta nuevo aviso” y la sequía continuó hasta enero. Ahora se reparte solo un kilo mensual por niño y no dos, como antes. En San Cayetano, los vecinos han abierto en sus casas unos seis comedores populares en los últimos tres años, pero hasta ahora Cecilia se las ha arreglado sin asistir a estos centros que se sostienen con aportes variados, desde el Estado e iglesias católicas y evangélicas hasta organizaciones sociales y donaciones de particulares, incluidos algunos residentes del mismo vecindario que están un poco mejor otros.
Lo que sufren Cecilia y su familia es lo que también padecen otros 3,4 millones de argentinos, el 7,9% del total, según el Barómetro de la Deuda Social que elabora la Universidad Católica Argentina (UCA). Ese porcentaje afronta una inseguridad alimentaria severa, lo que técnicamente significa una reducción involuntaria de la porción de comida o la percepción de experiencia de hambre por problemas económicos en los últimos 12 meses. “En 2018 tuvo lugar un incremento significativo de la inseguridad alimentaria severa y se explicaría principalmente a partir del deterioro de la situación de los hogares de estratos bajos en el conurbano bonaerense y en otras áreas metropolitanas”, explica el director del Observatorio de la Deuda Social Argentina de la UCA, Agustín Salvia. El nivel de 2018 representa el mayor de la serie iniciada en 2010, cuando al salir de la última crisis mundial llegaba al 7,6%, en el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner. En 2015, último año de gestión de la expresidenta, había bajado al 6,1% y volvió a saltar en 2018, tercer año de la administración de Mauricio Macri.
El hambre de 3,4 millones de personas en un país que produce alimentos para 400 millones alarma. Carlos Achetoni, presidente de la Federación Agraria Argentina, ensaya una respuesta a esta contradicción. Representa a agricultores considerados medianos en este país, el octavo de mayor extensión del planeta. Cada uno cuenta con 300 o 400 hectáreas en la Pampa húmeda o 1.000 en las zonas áridas: “No tenemos una distribución equitativa de los recursos. Hay una concentración de la riqueza en pocas manos. Hay políticas que deben ser un poquito más regulatorias, tener un Estado virtuoso que esté equilibrando la cadena, porque tenemos un sector productivo que percibe valores por debajo a veces de los costes y, en la otra punta de la cadena, un consumidor que recibe precios abusivos”. En el campo argentino existen 276.000 unidades productivas de todo tamaño, según el último censo de 2008.
En el barrio de San Cayetano, en Campana, algunas vecinas agrupadas en el Movimiento Evita —en homenaje a Eva Duarte de Perón, segunda esposa del expresidente Juan Domingo Perón— han montado una huerta comunitaria en el terreno de la casa de una de ellas, Emilce Lumbrera, de 50 años, casada, con hijos mayores de edad, pero que cuida a dos sobrinos. Lo han logrado con el asesoramiento del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) y el acompañamiento de una asociación civil, De Puertas Abiertas, y con el llamado salario social complementario —equivalente a medio sueldo mínimo, unos 125 euros mensuales— que las organizaciones sociales como el Evita lograron acordar en 2016 con el Gobierno de Macri, en el marco de una ley de Emergencia Social.
Ese mismo año también comenzó el comedor en el lote de la misma vivienda de Emilce. “Teníamos los planes (salarios complementarios) y había que hacer algo (como contraprestación). Entonces creamos el merendero Los Pollitos del Evita, porque también tenemos un gallinero, porque veíamos que las necesidades se acrecentaban. Hay familias de las que somos el sostén”, cuenta Emilce, que ofrece los lunes, jueves y viernes la merienda y los miércoles, el almuerzo a entre 50 y 70 niños. El Movimiento Evita le provee la mayoría de los alimentos a partir de aportes estatales. También reciben donaciones de vecinos del barrio y de la capital argentina.
En el comedor de su casa, Emilce cuenta que recibe a muchos que comen solo una vez por día: “Acá viene una abuela con sus cuatro nietos, madres separadas, una señora con 11 hijos, otra que trabaja por horas (en servicio doméstico) y manda a las cinco nenas. Había familias que antes vivían de ir a buscar metales y cartón a la quema (vertedero) y de ahí se traían carne y verdura, pero en 2018 la cerraron y ahora vienen al comedor. O no tienen trabajo o no les alcanza la plata (dinero)”. La referente del Evita en el barrio confiesa haber visto el hambre: “Lo ves cuando el chico se lleva lo que sobra. Entonces viene con una mochila o una botella o un jarrito para llevarse la leche”.
Pero Cecilia, la madre de cuatro hijos que suele comer una vez por día, se las apaña por su cuenta. Ella antes se mantenía con la venta de arroz, fideos, puré de tomate, zumos, huevos y bombonas en su casa, en un barrio sin supermercados, pero las ventas comenzaron a caer desde 2016. “Pasé de sacar 5.000 pesos (297 euros de entonces) o 6.000 (356 euros) por mes a ni 1.000 (59 euros), no me alcanzaba para reponer la mercadería”, recuerda. Al año siguiente, desempolvó el curso de ocho meses que había hecho de acompañante terapéutico y salió a trabajar como tal. Claro que cobraba el equivalente a 358 euros por una jornada completa y sin que su empleador cumpliera con las contribuciones a la Seguridad Social. Pero en diciembre de 2017 renunció porque quedó embarazada. Se ha puesto a vender pañales en su casa.
“Igualmente, la situación está jodida”, lamenta. En noviembre y diciembre pasados, últimos meses del ciclo lectivo en Argentina, sus hijos mayores, de siete, diez y 15 años fueron día de por medio a la escuela porque les faltaba dinero para el autobús que los lleva hasta el centro de Campana. También se ha atrasado en las cuotas de compra de su lavadora. Su marido ha dejado de tomar las pastillas por su hipertensión arterial. Apenas les alcanza para comer. “Carne (vacuna) no comemos más”, cuenta en uno de los países con mayor consumo per cápita. “Alguna vez comemos milanesa de pollo. Mi cuñado me regala fruta. Comemos guiso de arroz, fideos o lentejas, o papas fritas. Pan, no. Galletitas, sí. Cuando comemos a la tarde, hago un bizcochuelo (tarta) para que pasen la mañana. Y a la noche tomamos té o mate”, relata, después de pedirles a sus hijos que dejaran el salón y se fueran a mirar televisión. Y eso que en su precario barrio no paga por la electricidad ni el agua potable. El Estado se hace cargo. Pero le resultan insuficientes los 133 euros de la pensión de su marido, los 128 de las asignaciones por sus cuatro hijos y lo que obtiene de los pañales.
“Los chicos se dan cuenta de lo que pasa, pero al menos están bien”, se resigna Cecilia. “Al de 15 le choca más porque sus compañeros se compran ropa, van a fiestas”, cuenta. Señala la casa de un matrimonio vecino que está en el paro. Otro al que despidieron de un astillero. “Me da impotencia lo que le pasa a Argentina: tenemos todo para estar bien, tierra, agua, pero estamos más pobres. Me da tristeza por mis hijos. La educación, que es lo único que les puedo dar, decayó respecto a mis tiempos”, cuenta esta mujer que ha terminado la escuela secundaria. “Y no es que salís y conseguís trabajo”, aclara.
“La gente piensa que nos pagan las cosas, que somos vagos, que somos choripaneros (así los llaman de modo despectivo aquellos que piensan que supuestamente los beneficiarios de los planes asistenciales se conforman con un choripán, bocadillo de chorizo)”, cuenta Emilce, la referente del Movimiento Evita en San Cayetano. “Pero los vecinos hacen lo que pueden”, relata. Por eso ha puesto a disposición su casa. “Una siempre apuesta a su barrio, a mejorar la calidad de vida. Al menos podés paliar la situación”, pelea Emilce, que en 2018 recibió durante un mes a los niños del comedor de la escuela del barrio, que se había quedado sin gas y, por tanto, sin cocina. Los vecinos se acercan a pedirle yerba mate, latas de tomate, leche o maíz. Las 40 mujeres de su cooperativa no solo colaboran en la huerta, el gallinero o el comedor, sino que también están obligadas a completar la secundaria y reciben capacitaciones en violencia de género, economía popular, promoción de la salud o huerta. También se organizan para hacer compras comunitarias de alimentos.
En el mismo barrio, un comedor está organizado por otro de los movimientos sociales que pactaron con el Gobierno de Macri la emergencia social, aunque se posicionan como opositores: Barrios de Pie. Su coordinador nacional, Daniel Menéndez, analiza el cuadro social de su país: “En 2018 se instaló otra vez en Argentina el problema del hambre. Es un problema recurrente a lo largo de nuestra historia. Desde hace unos cuantos años la inflación sumada a un frenazo de la actividad económica ha hecho oscilar la pobreza entre un 20 y un 25%, pero en 2018, con la devaluación (del peso) que vivimos, con una subida del dólar de más del 100%, con la consiguiente disparada de los precios de los alimentos, sumado al derrumbe de la economía, se vuelven a poblar los comedores comunitarios a lo largo de nuestra patria. Entonces las asignaciones y los planes de empleo empiezan a ser insuficientes, por la falta de trabajo”. Barrios de Pie mantiene 2.000 comedores en Argentina. “Empiezan nuevos problemas como la malnutrición. Por eso insistimos en que se declaren la emergencia alimentaria”, reclama Menéndez.
El Ministerio de Desarrollo Social de Argentina fue consultado para este artículo, pero guardó silencio. El Ministerio de Desarrollo Social de la provincia de Buenos Aires, donde se encuentra Campana y viven casi cuatro de cada diez argentinos, alega que en 2016 creó un programa de un vaso de leche por día para 434.000 niños y embarazadas. También añade que ha aumentado el presupuesto de la tarjeta Más Vida para compra de alimentos para 300.000 familias y el de los comedores escolares a los que asisten 1,7 millones de alumnos, ha creado un apoyo para que espacios comunitarios den comida a unas 50.000 familias, aunque cada una recibe solo 11 euros por mes, a la vez que entrega 1,2 millones de kilos mensuales de alimentos a comedores. La vida de Cecilia y de muchos otros bonaerenses demuestran que no alcanza.
Fuente: El País de España
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