sábado, 2 de noviembre de 2013

Los peligros del consumismo, un apocalípsis en cuotas

¿Quién detiene una fiesta avisando que mañana cundirá la resaca mientras la gente baila y queda alcohol en la heladera? El aguafiestas que lo haga sufrirá el escarnio público, pero difícilmente logre su objetivo. Algo así es lo que ocurre en la fiesta de consumo que vive una parte del planeta y que, en el mejor de los casos, invita al resto a sumarse. La resaca llegará, inevitablemente, pero mientras tanto… ¡bailemos! Probablemente la principal dificultad para detener la fiesta es que buena parte de las consecuencias de nuestro accionar está oculta bajo capas y capas de conductas cotidianas, ritos culturales que transforman situaciones tan obvias e incuestionables como la salida del sol. Veamos algunas. La misma agua que bebemos y que cuesta enormes cantidades de energía potabilizar, se usa para transportar nuestras heces por las cloacas. Ponemos aires acondicionados que, según las leyes de la termodinámica, generan más calor que frío; claro, el frío para adentro y el calor para afuera, lo que aumenta aún más la temperatura en la urbe, por lo que necesitamos más aire acondicionado por lo que… Eso sin contar las centrales termoeléctricas que le dan la energía a los aires acondicionados y los viajes que debemos hacer para descansar de este infierno de cemento. ¿Cómo vivían los veranos nuestros abuelos? ¿Las patas en la palangana? Pero por favor, si un aire acondicionado es taaaaan barato y hoy en día hay que ser muy ratón para no tener uno. Además solo vamos a usarlo un par de días por año…. Pero en materia de ineficiencias aceptadas por el sentido común burgués moderno, sin duda el podio es para el automóvil. Es que, aunque ya nadie lo note, se moviliza cerca de una tonelada de hierro para transportar, como mucho, un par de cientos de kilos de carne humana viva. Esta insólita y brutal ineficiencia es la base de una de las bromas más macabras del desarrollo tecnológico. Los autos son una pésima idea si el objetivo es transportar gente. Para colmo esa pésima idea está en cada rincón del planeta. Solo se los puede explicar en un contexto histórico particular y con una visión acerca de lo que es razonable retorcida por años de capitalismo. Los primeros autos se produjeron a fines del siglo XIX. La mecánica prometía por entonces llevar a la humanidad hasta el paraíso tecnológico en el cual todo esfuerzo humano sería prescindible. Como utopía era por demás deseable: la historia de la humanidad (al menos de la inmensa mayoría) es la del esfuerzo físico, el frío, las distancias, el trabajo de muy poca productividad que apenas permite la supervivencia. Las máquinas, su potencia, su incapacidad para conocer el cansancio acunarían a la humanidad para permitirle, finalmente, descansar como especie. Lo que no sabían quienes creían en esa utopía es que la factura se acumulaba en algún lado y que la satisfacción nunca llega. Pese a la brutal incorrección política que conlleva, la calidad de vida de una persona en una villa, por el solo hecho de tener una canilla con agua potable, ya es superior a la de la inmensa mayoría de las personas que habitaron este planeta. Ya decía Marx: la satisfacción de necesidades genera nuevas necesidades y la sociedad moderna se ha vuelto profesional en la materia. La otra cuestión necesaria para que los autos se hicieran realidad se explica por la potencia del petróleo que, procesado, permite combustibles de un poder extraordinario: un par de litros pueden mover toneladas por kilómetros. Nada se compara a esta eficiencia. Si viéramos que una vecina lleva todos los días una carretilla de hierro para cargar un par de kilos de tomates la daríamos por loca. Pero, vale la pena repetirlo, cuando alguien mueve una tonelada de hierro para transportarse nos parece normal. Para peor, el combustible que se usa es producto de millones de años de un arduo proceso químico que permitió condensar toneladas de materia orgánica en energía hiperconcentrada. En un par de generaciones terminaremos con él. Pero qué bien se vive mientras tanto. La glotonería por el petróleo es una de las taras centrales de los autos. Por un lado está el problema medioambiental de liberar ingentes cantidades de carbono a la atmósfera, donde se une al oxígeno para formar CO2 con resultados conocidos. Por el otro, que la humanidad parece ciega a la evidencia de que está agotando la forma más eficiente de energía con la que cuenta para que los humanos paseen (repetimos) su tonelada de hierro (eso si no están en un embotellamiento, momento en el que la estupidez de la especie se expresa en toda su plenitud, sobre todo cuando se ensanchan autopistas para que sea más la gente que se embotella al mismo tiempo). Para colmo, las ciudades están diseñadas para los autos. En urbes como París, Nueva York o San Pablo, cerca del 25% de su superficie está destinada a ellos, con sus kilómetros de asfalto que se arrojan sobre la calidad de vida urbana sólo para que la gente mantenga una actividad que resulta demencial. MunsterDOTposter 2-BikeWalkLincolnPark Y si queremos seguir con la listita de la irracionalidad automotriz es necesario citar que los accidentes de tránsito son la primera causa mundial de muerte entre jóvenes de 15 a 29 años. La potencia del petróleo es enorme, y podría seguramente utilizarse para tareas más nobles. Pero no es para eso para lo que se la usa. Hay quienes argumentan que los autos son cada vez más eficientes en su relación combustible/km. recorrido, y los híbridos ganan cada vez más espacio en el mercado. Por ejemplo, la casi totalidad de fabricantes de autos coincide sospechosamente en que el futuro de la movilidad humana pasa por vehículos equipados por motores que reduzcan el consumo de combustibles fósiles, no por las bicicletas o los trenes. Sin embargo, no se menciona una paradoja central: que la producción misma de autos genera una huella de carbono de una magnitud similar a la que provendrá de su caño de escape. Hoy día, un auto es la complejísima interacción de múltiples sistemas, muchos de ellos destinados al confort de, habitualmente, un único pasajero. El índice de ocupantes de autos que ingresan a Buenos Aires por autopistas es 1,3. Y ese auto es mucho más que cuatro ruedas y un motor: un auto moderno tiene, literalmente, decenas de miles de piezas, un par de cientos de metros de cables, y decenas de motores eléctricos, sensores y circuitos electrónicos, destinados a funciones tan superfluas como calefaccionar los asientos o encender automáticamente el limpiaparabrisas cuando comienza a llover. Por ende, cuanto más caro, grande y complejo es el coche, más ineficiente resulta en términos ambientales, especialmente por el costo ecológico de su producción. La tecnología nos provee de esa droga poderosa para la que no hay desintoxicación posible: el confort. Una vez que probamos, por ejemplo, la dirección asistida o el cierre centralizado de nuestros autos, sentimos que no podemos vivir sin ellos. Y no hay vuelta atrás. Por ello el problema de la sustentabilidad es, en ocasiones como esta, una batalla cultural que nos obliga a entender estas otras implicancias ocultas en los productos que consumimos. Es decir: es una batalla perdida, aunque con un poco de voluntarismo podemos creer que algunos intentos aislados del primer mundo (sí, el que más contamina) pueden servir para detener el proceso. Esta diatriba resulta, sin duda, exótica, una de esas culpas irresolubles que los progresistas nos autoinfligimos. Los autos son el sueño de buena parte de la sociedad. Son, posiblemente, uno de los objetos más valorados como fuente de estatus y también de comodidad. Son parte de la vida cotidiana, de las obviedades que ya ni se perciben, como los camellos en el Corán de los que habla Borges. Suponer que en el mediano plazo dejarán de existir es de un voluntarismo ecológico irracional. Para que su ineficiencia pueda visualizarse realmente en toda su magnitud sería necesario un cambio de paradigma económico, social y político muy profundo. Sería necesario que la gente pudiera percibir que no es lo más natural del mundo transportarse a cientos de kilómetros para sumar experiencias subjetivas durante las vacaciones. A lo largo de casi toda la historia de la humanidad, la inmensa mayoría de las personas se movía en un radio de unos pocos kilómetros. Ni hablar del hombre primitivo que necesitó generaciones y miles de años para llegar a todos los continentes. Más cerca en el tiempo, únicamente soldados, comerciantes, marineros y pocos más pudieron conocer algo allende los alrededores de su lugar de nacimiento. Sin embargo, un mundo en el que el desplazamiento sea limitado a lo que podemos conseguir por medio de la tracción a sangre, nos daría claustrofobia. En un libro llamado “Cómo los ricos destruyen el planeta”, su autor, el periodista francés Herve Kempf plantea la razonable hipótesis de que el sobreconsumo (en ocasiones escandaloso) de aquellos más favorecidos genera un impacto negativo sobre el medioambiente del que no se responsabilizan. En el caso de los autos, eso está claro: un señor conduciendo en soledad su 4×4 comete un atentado ambiental. Pero la responsabilidad de los ricos se amplía al campo cultural: citando al economista Thorstein Vleben y su “Teoría de la clase ociosa”, Kempf sugiere que la conducta de despilfarro de las clases pudientes genera un intento de emulación por parte de las clases más bajas, impulsando así el consumo en esta. Ya Marx lo decía hace tiempo. Ser pobre es mucho más ecológico, aún si se cocina con bosta de vaca o se queman bosques nativos para plantar porotos, pero nadie quiere serlo. El capitalismo se ha quedado con nuestro deseo y, a través de él, con nuestra energía cotidiana. Y aquí surge una nueva paradoja: si acordamos en que uno de los cambios sociales más alentadores de las últimas décadas es el ascenso social de amplias masas de desposeídos de China, Brasil o la India, que comienzan a engrosar las clases medias de esos países, ¿qué pasará cuando cada una de estas familias quiera acceder a su primer auto? ¿Por qué impedirles a ellos gozar de una insignificante parte de aquello que los ricos vienen haciendo desde hace siglos? ¿Vamos a transferirle la responsabilidad? La situación recuerda a los europeos cuando critican a los brasileños que queman el Amazonas para alimentarse, ajenos a que se fumaron todos los bosques de su continente para desarrollarse. Y el día que los chinos comiencen a usar pañales descartables, el fin del mundo estará al alcance de la mano. En 1996, William Rees y Mathis Wackernagel publican su hoy clásico “Nuestra huella ecológica: reduciendo el impacto sobre la Tierra”. La Huella Ecológica es allí definida como el “área de tierra y agua necesaria para mantener indefinidamente el estándar de vida material de una determinada población humana, utilizando la tecnología predominante” medida en hectáreas por habitante. Lo interesante de este concepto es que vincula los recursos disponibles a las posibilidades de desarrollo humano. Por ende, si todo el planeta consumiera como EE.UU., primero en el podio por lejos, serían necesarios 5 planetas como la Tierra para satisfacer esa voracidad por los recursos. Por eso, la idea de un desarrollo que permitiera a todos ser tan ricos como las sociedades del primer mundo es inviable, a menos que se logre clonar la Tierra un par de veces. Es natural pensar que, dentro del capitalismo, una economía que no crece se encuentra en problemas. Sin embargo, es otra creencia ilógica creer que un auto es el mejor medio de transporte que pudimos crear. No puede haber crecimiento perpetuo en un sistema cerrado. Y la Tierra lo es. Por lo tanto, tal vez la respuesta pasa por buscar alternativas al capitalismo, descripto alguna vez como “una bicicleta que avanza hacia el precipicio: si se detiene se cae, si avanza se desploma”. Nadie se anima a decirlo, salvo el Pepe Mujica al que tan buena prensa hacen los medios por ser pobre y bueno, pero inofensivo. Tal vez sea la hora de aceptar que nos hemos malacostumbrado y que estamos dispuestos a derrochar el planeta en un puñado de generaciones– y que los que vengan detrás paguen la cuenta. Es muy difícil parar la fiesta cuando el champagne, o el petróleo, corre sin costos visibles.

Fuente: el Puercospín

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