miércoles, 9 de abril de 2014

El gen criminal del ciudadano común

En la actualidad, el espíritu público está enfrascado en un debate sobre los beneficios y las contraindicaciones del acto de linchar a quienes actúan por fuera de la ley. En términos jurídicos, lo que se discute es la neutralización de robos callejeros –en especial, arrebatos de carteras y celulares; es decir, delitos excarcelables por su poca monta– mediante el homicidio calificado por alevosía (indefensión de la víctima) y ensañamiento (afán de agravar la agonía). En resumen, una suerte de Doctrina de la Seguridad Vecinal, cuyo corpus teórico –elaborado y difundido por ciertos políticos, comunicadores y algunos taxistas– se basa en dos simples ejes discursivos: "La gente está cansada" y "Hay un Estado ausente". En las antípodas de ese pensamiento, hubo esta semana una profusión de frases alrededor del siguiente concepto: "La justicia por mano propia no es justicia". Apenas una tímida manera de decir que agruparse en una horda para patear a una persona hasta la muerte es un recurso inconducente y poco republicano. Como si en la "parte sana" de la población no hubiera un gen criminal. Lo cierto es que semejante fenómeno –visibilizado ahora por el asesinato en Rosario de David Moreyra, al que se le atribuía un hurto, junto con una decena de ataques en banda a presuntos rateros en varias ciudades del país– no es nuevo ni sus víctimas son necesariamente jóvenes en conflicto con el Código Penal. Eso bien lo sabe el fiscal bonaerense Enrique Lázzari. En el anochecer del 15 de abril de 2009, el camionero Daniel Capristo fue acribillado en Sarandí por un ladrón de 14 años. Dicho funcionario judicial acudió al lugar del hecho, y dijo: "Es un menor; no se puede hacer mucho." Tales palabras bastaron para desatar un episodio sin precedentes en materia de bestialidad ciudadana: un vendaval de patadas y puñetazos se precipitó sobre él; lo apalearon en el suelo y hasta recibió un ladrillazo en la espalda, luego de que una jauría de vecinos lo persiguiera por dos cuadras. Todas las señales de noticias transmitían los incidentes en vivo. Ante esas circunstancias, el cronista de TN fue elocuente: "Fíjense la indignación que hay. La bronca de los vecinos es clara y genuina." Al día siguiente, los noticieros cubrieron una marcha de aquellos vecinos hacia una plaza de Avellaneda para reclamar medidas contra la inseguridad, y con propuestas notables. "La pena de muerte es un regalo; antes habría que mutilarlos", sostuvo un manifestante. Otro proclamó: "Horca para los delincuentes en los postes de luz, y la televisión tiene que mostrar cómo se desangran". Junto a él, una mujer exhibía un cartel en el cual, simplemente, se leía: "Control de la natalidad". Toda una metáfora para un país donde la "tolerancia cero" es exigida por una sociedad cada vez más violenta. Ya ni siquiera es original afirmar que los sueños de la inseguridad crean monstruos, fascistas de entrecasa y barrabravas del "bien común". Pero, al respecto, persiste un interrogante: ¿es el pánico ante la posibilidad de ser víctima de algún delito lo que dispara tales sentimientos y reacciones en la muchedumbre o, por el contrario, sus integrantes siempre suelen razonar así? Habría que saberlo. Porque no son personas que, por ejemplo, reivindiquen las atrocidades del nazismo ni a la última dictadura. Pero no hubieran desentonado en el Berlín de 1934, durante la Noche de los Cuchillos Largos. Tampoco son xenófobos versados en teorías sobre la superioridad racial. Sin embargo, sólo bastó que, por caso, Mauricio Macri hablara sobre "la inmigración descontrolada de los países limítrofes" para que el 5 de diciembre de 2010 esas palabras propiciaran en Villa Lugano, a raíz de la toma del Parque Indoamericano, un súbito progrom con decenas de heridos, en medio de una persecución de residentes bolivianos, peruanos y paraguayos que ofende a la condición humana. También habría que saber el motivo por el cual la penalización de la miseria responde a un clamor multisectorial. De hecho, los reclamos de "mano dura" provienen indistintamente de clases sociales privilegiadas y pobres. Y es en el temor atávico a la violencia urbana donde los extremos socioeconómicos se tocan y se acarician mutuamente. Todos quieren protegerse. No sólo está en juego el pánico a la vulnerabilidad de los sectores más poderosos del país y la vidriosa sensibilidad de la clase media, sino que ese síndrome de indefensión –groseramente amplificada desde ciertos medios– también se extiende hacia capas más empobrecidas. Para ellas, la inestabilidad extrema es un dato permanente y cotidiano, y ser víctima de un delito se suma de manera dramática a esa situación. Debido a esa razón, seguramente, expresan un pedido de orden ciego e inmediato. Es curioso, desde luego, que la gente más desamparada sea también propensa a pedir políticas autoritarias, y pese a que su aplicación por lo general les resulte nefasta. Tal vez, como no le pueden reclamar seguridad social al Estado, terminan pidiendo, sencillamente, seguridad a secas. Sin embargo, tal fatalidad no posibilita por sí misma ni justifica que alguien, de buenas a primeras, se convierta en un asesino. Aun así, una pulsión homicida atraviesa a la sociedad como un fantasma apenas disimulado. Si bien durante 2013 –según una estadística efectuada por las Naciones Unidas– hubo en Argentina sólo 5,6 asesinatos por cada 100 mil habitantes (la de los Estados Unidos es de 8,5 y la de Guatemala, 60,1), los detalles de esa totalidad también derriban la lectura clásica sobre la llamada inseguridad: sólo el 30% de los crímenes fueron cometidos en ocasión de robo; el resto –un 70%– fue entre protagonistas que se conocían previamente y en un contexto de riñas, discusiones, agresiones de género, ataques intrafamiliares y actos en defensa propia. Ciudadanos fuera de toda sospecha que, de pronto –y por razones tan variadas como un altercado de tránsito, una supuesta infidelidad o una camisa mal planchada– son capaces de dar ese salto que los marcará para siempre. Y en dicho marco, el hábito de linchar rateros no es sino un novedoso deporte grupal.

Fuente: Ricardo Ragendorfer para Tiempo Argentino

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