-No quiero seguir viviendo para siempre en una silla de ruedas -dijo Maxi sin dar lugar al menor debate-. De pie o nada.
Así habló Maximiliano Barbagrigia, alumno de una escuela de la que fui director. Habló así ante quienes lo quisieran oír. Quería dejar las cosas en claro de una vez. De nada sirvieron las opiniones de sus padres, de sus amigos, de sus compañeros y familiares. Tampoco la mía. Ni siquiera cambió de idea cuando le dijeron que si se operaba solo había un 50 % de posibilidades de éxito. El otro 50 podía traducirse en un final dramático y sin retorno. Maxi tenía entonces 15 años, padecía de hemofilia y, como consecuencia de esa enfermedad, vivía postrado en una silla de ruedas con horribles dolores en las rodillas, en los codos, en los hombros, en las articulaciones. Había surgido entonces una posibilidad dudosa y tentativa de operarse y él no vaciló un segundo en aferrarse a esa opción. Era erguido o nada (y ya estaba acostumbrado a pelear con malos pronósticos).
Todo empezó hace quince años en Wellspring School, una conocida escuela de Pilar en la que entonces yo me desempeñaba como director. El colegio tenía varias hectáreas, mucho verde, canchas de deporte, aire puro. Todo era ordenado y prolijo ahí. Nada desentonaba. O tal vez sí. Entre tantos alumnos con sus impecables uniformes, varones con pelo corto, chicas con cabello recogido, había uno que desentonaba y era Maximiliano. Verlo siempre en la silla con ruedas parecía un contrasentido en semejante contexto. Salvo ese detalle el protagonista de esta historia era un chico más en el colegio. Era alegre, muy querido y popular entre sus compañeros.
Apenas lo diferenciaban del resto dos situaciones especialmente duras. Una, la hemofilia, dolencia aguda que le fue descubierta a los cuatro meses de haber nacido. Era una especie de pesada cadena que lo obligaba a cuidarse en forma permanente para no lastimarse; una herida podía producirle una casi interminable pérdida de sangre. Lo otro, que en realidad formaba parte de lo mismo, era un problema en las rodillas, codos y hombros (algo conocido en medicina como hemartrosis) que entre otras cosas le impedía erguirse y caminar normalmente. Esa dificultad, acompañada con frecuencia de fuertes dolores, lo mantenía sujeto a la silla de ruedas y lo afectaba de manera constante.
Recuerdo que entonces Maxi debía usar una prótesis llamada órtesis, rígido y molesto dispositivo de metal que ya no se utiliza. Es cierto que en un caso común una simple operación hubiese bastado para solucionar el tema de las articulaciones. Pero la hemofilia -enfermedad que impide una buena y correcta coagulación de la sangre- era un obstáculo insalvable. Siempre estaba el riesgo de que se produjera una hemorragia con consecuencias terminales.
A pesar de todo Maxi hacía una vida que podría calificarse de normal. Participaba en la escuela de las mismas travesuras que el resto de los alumnos y hasta se hacía algunas ratas dentro del colegio dado que la amplitud del lugar lo permitía. Pero más allá de las escapadas reales o externas lo que Maximiliano iba perfeccionando eran las ausencias internas, relacionadas en todos los casos con sus búsquedas orientadas a salir alguna vez de la silla de ruedas. En su caso la angustia funcionaba como un motor adicional. A veces pedía permiso para terminar algún trabajo en la sala de computación pero cuando sonaba el timbre no se movía de la pantalla. Buscaba algo ahí relacionado con su deseo de vivir y de hacerlo no de cualquier manera, no postrado, no siendo siempre el diferente o el chico con problemas.
Maxi hacía esfuerzos por integrarse al resto de sus compañeros, y a las actividades escolares en general, pero naturalmente quedaba afuera de las clases de Educación Física y de los viajes de estudio. El colegio programaba cada año visitas a distintos lugares del país. La dificultad para desplazarse y el riesgo de una lesión sangrante le impedían sumarse. Así transitó Maxi el tercer año de la secundaria. Afrontaba a su manera las serias dificultades que lo ubicaban en una situación de riesgo permanente. Los dolores físicos, además, lo frenaban en parte para aproximarse a Soledad, una chica de segundo año que le gustaba especialmente y que por una razón o por otra siempre estaba cerca aunque inalcanzable para él. Maxi soñaba con tener un romance con ella.
En cuarto año las cosas empezaron a complicarse. Como suele ocurrir en esa etapa, el grupo de estudiantes creció en edad, gustos y deseos. Los nenes de ayer se habían convertido en adolescentes y decidieron cambiar las visitas grupales a los shoppings por las fiestas, por los amores, por los bailes. Maxi no se dio por vencido y siguió socializando: era usual que sus padres lo llevaran en un coche especial a los bailes adolescentes. En esa época también nació una nueva amiga fiel: la computadora.
Pero, claro, la pantalla luminosa no alcanzaba. Cuando llegaba el lunes debía escuchar los comentarios de sus compañeros acerca de lo ocurrido el sábado. Que conocí a Romi, que no sabés lo linda que es, que salí con Florencia, que voy a ponerme de novio con Sofía. Maxi pensaba en Soledad, en sus ojos, en su piel, en su figura, en su atractivo inigualable. La tristeza de querer y no poder seguía ahí como instalada en lo más profundo de su ser. Pero no era lo único. A diferencia de lo que pensaban sus amigos y familiares, Maxi tenía un plan secreto y aún en sus condiciones limitadas estaba dispuesto a dar batalla. Sus días no eran tan vacíos como se pensaba. Sentado ante la PC investigaba acerca de su enfermedad. Ni jueguitos ni mails y muy poco sobre la escuela. Su desvelo giraba en torno a preguntas decisivas. ¿Qué avances de la medicina mundial se habían producido en torno a la hemofilia? ¿Quedaban opciones para él?
Si bien las primeras averiguaciones fueron desalentadoras poco a poco empezaron a llegar señales positivas. Frente a eso hasta el estudio quedó relegado. Maximiliano sabía que sus notas bajaban peligrosamente. Pero no dudaba acerca de cuáles eran sus prioridades en ese momento crucial. Ni siquiera se inmutó cuando Pablo, el tutor del curso, le hizo un severo llamado de atención por la supuesta indiferencia ante los requerimientos propios del estudio.
Tenía las metas tan claras que en una ocasión no fue al cumpleaños de Facundo, uno de sus compañeros. Y hasta se lo vio como ausente cuando todos contaban los pormenores de la fiesta en el lunes siguiente. Por esos días Maxi esperaba con ansias la respuesta proveniente de Dinamarca, el país nórdico, a una de sus preguntas relacionadas con supuestos progresos en cuanto a remedios anticoagulantes.
Cada contacto le abría nuevas puertas. Y cada nueva puerta acrecentaba en él la esperanza de poder superar dolores físicos y espirituales que no dejaban de crecer. Por fin encontró que desde aquel lejano país podían enviarle un medicamento especialmente indicado para el tratamiento de hemorragias en relación con intervenciones quirúrgicas. El nombre de ese remedio empezó a sonar en la cabeza de Maxi como una campana destinada a anunciar, quizás, la única salvación posible.
Suponía que así podría tener una coagulación rápida y normal. Confirmó esto al visitar la página de la Fundación de Hemofilia y la de la Academia de Medicina. En base a sus descubrimientos se animó a soñar con una operación en las rodillas, aun sabiendo los riesgos altísimos que corría, y con recuperar una vida que le permitiera, entre otras cosas, viajar a los Estados Unidos y hacer realidad su proyecto de estudiar Astronomía nada menos que en la Nasa ... Esa idea había comenzado por una curiosidad que arrastraba desde chico y que se potenció cuando sus padres le regalaron un telescopio de gran tamaño.
-Quiero ser una persona normal, se decía a sí mismo una y otra vez.
Quería ser alguien que pudiera desplazarse con sus propios pies para ir a una fiesta, para estudiar, para levantarse a una chica y para trabajar, más adelante, en algo que le gustara.
Pero las cosas no fueron fáciles. Bastaba pensar en la compra y el envío de una medicación tan cara que en esos tiempos (1998) debía ser enviada a la Argentina desde Dinamarca y cuyos costos redondeaban una cifra enorme. Marta y José, los padres de Maxi, no dudaron. Estaban dispuestos a endeudarse o incluso a hundirse a cambio de salvar la vida y la felicidad de su hijo. Iban a hacerlo aun sabiendo que un frasquito del mencionado medicamento costaba una fortuna (y aún hoy ellos recuerdan tanto ese esfuerzo propio como la ayuda que les brindó Osecac).
De a poco, todo comenzó a tomar un ritmo acelerado. El momento elegido para la operación, que se llevó a cabo en el sanatorio Mater Dei, fue fines de 1998. El pronóstico venía difícil: sólo había un 50 por ciento de posibilidades de éxito. La otra mitad podía traducirse en un final trágico. Se lo dijeron claramente los médicos y también los padres. En la cabeza de todos se debatía una fuerte contradicción. Estaba en juego por un lado la posibilidad de concretar el mayor sueño de Maxi y el de ellos mismos. Aunque ante el riesgo de muerte era sin dudas preferible que el joven siguiera en silla de ruedas pero vivo. Maxi no pensaba igual. Quería seguir viviendo pero de pie y no como un inválido.
Antes del penoso desenlace Maxi había invitado a su casa a varios amigos; entregó regalos para todos, en general CDs con la música que le gustaba a cada uno. Para las chicas, la secretamente amada Soledad entre ellas, eligió pañuelos de seda. A mí me dio una elegante corbata gris con motivos en beige. Maxi tenía entonces 16 años. Él no quería transar. Era un chico valiente. Quería tener una vida normal, quería alejarse para siempre de la silla de ruedas. No había medias tintas posibles y sobre eso jamás dudó. Era de pie o nada ... Si bien la operación salió bien al principio, a las pocas semanas llegaron las complicaciones: la conjunción de hemofilia A severa y hepatitis C jugó en contra. Y fue nada.
Hoy -pasaron ya más de quince años- conservo la corbata gris con motivos beige que me regaló en el último encuentro. Pero aunque lo intenté muchas veces, nunca pude usarla.
Ricardo Luis Delgado. Maestro de alma, ha recorrido todos los niveles de la enseñanza. A principios de los 70 fue docente de escuelas primarias y luego en institutos secundarios. Cuando conoció a Maximiliano, era director de la "Wellspring School", en la zona norte., donde ejerció hasta 2009. Hoy dirige el secundario del Colegio "San Isidro" en Béccar y es rector de la Escuela de Música de Buenos Aires, en el barrio porteño de Belgrano. Ricardo tiene varios títulos docentes, entre ellos Licenciado en la Enseñanza de Ciencias Sociales y Profesor de Historia y Geografía.En otras épocas -empezó en 1960- Ricardo jugó en las inferiores de Argentinos Juniors, equipo que aún logra desvelarlo.
Fuente: Clarín
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