Peter Handke (Griffen, Austria, 1942), uno de los grandes escritores de nuestro tiempo, vive solo, en una casa al lado de un bosque, a dos kilómetros del palacio de Versalles –que visita a menudo en sus paseos solitarios– y junto a una estación del tren que en media hora le deja en París, donde vive su esposa, a la que visita "tres o cuatro veces por semana". Aquí, en su refugio, lee muchísimo, escribe con la máxima concentración, sale a recoger hongos, se cocina él mismo, lava la vajilla y, cuando hay partido del Paris Saint-Germain, el autor de El temor del arquero ante el tiro penal (1970) se va al bar de la estación para verlo e imbuirse del fragor del público "porque eso es lo bonito del fútbol, un partido sin gritos, cánticos ni abrazos pierde la magia".
En el suelo del salón, reposa un 'gusla', instrumento de una sola cuerda con el que se cantaban las leyendas heroicas serbias y en general de los pueblos eslavos; Handke nos muestra que sabe tocarlo razonablemente bien pero se niega a que el fotógrafo le retrate con él en las manos pues "es algo muy serio, con él se narran las epopeyas, sería una frivolidad por mi parte". Narrador, poeta y dramaturgo, se convirtió en una especie de "apestado" internacional a partir de 1996, cuando algunos medios lo acusaron de apoyar a Milosevic y los serbios en la guerra de los Balcanes, extremo que él desmiente y que no puede deducirse de sus libros, pero que le valió, por ejemplo, dejar de ser representado por la Comédie Française (una compañía emblemática) y el que su nombre se cayera de las quinielas del premio Nobel.
Tiene, desde entonces, una sensata aversión a los medios de comunicación y esta es una de las raras entrevistas que concede en los últimos años, con motivo de la publicación de La gran caída, en la que un actor deambula con una vaga sensación sonámbula por el campo, el bosque, la ciudad, sumergido en sus ensoñaciones, observando la naturaleza, mientras se le aparecen todo tipo de personajes: indigentes, parejas, el presidente del país corriendo con sus escoltas, un locutor negro de televisión, corredores de bolsa....
-La primera frase dice: "El día que terminó con la Gran Caída empezó con una tormenta matinal. Al hombre del que se va a hablar aquí lo despertó el estallido de un formidable trueno". Marca el tono de un libro en el que, en realidad, lo importante no es esa gran caída final sino el trayecto, el recorrido, porque la caída tampoco es gran cosa ¿no?
-Sí, es una gran caída. Los lectores me preguntan qué es exactamente: ¿muere? ¿adónde se cae? No muere, es una muerte interior, desaparece aquello que había con él. Las caídas también pueden ser hacia arriba, de la tierra al cielo, no sé. Lo que los griegos llamaban "catástrofe", el desenlace de sus tragedias o comedias.
-¿Por qué su paseante es un actor?
-Siempre me han atraído aquellos actores que, en su vida cotidiana, son más invisibles que nadie. Grandes actores que ocupan todo el escenario o la pantalla pero a los que nadie reconoce cuando pasean por la calle. Me he encontrado con muchos de ellos así, con los que puedes tomar un café sin ser molestado. Habita en ellos una enorme soledad, la soledad sin fondo del que encarna otras vidas.
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Su actor se refiere a la amistad como una quimera y cree que no está enamorado de la mujer con quien vive.
-Acepta lo que tiene y quien es y se pregunta por la naturaleza del amor y la amistad. La amistad es un contrato, implícito o clandestino, con otra persona, y requiere que uno sea activo, hay que querer ser amigo de alguien y actuar para serlo. Se pregunta si la amistad tiene trampa, si aquellos a los que llamamos amigos lo son realmente. A menudo nuestros amigos son falsos.
-Su prosa domina los cambios de ritmo, como cuando el Bayern de Munich hace un buen partido. A veces estamos en la cabeza de un personaje que reflexiona sobre el amor, luego nos ponemos ansiosos porque a otro se le ha caído una semilla de limón al suelo y consigue que al lector eso le parezca algo horrible, luego hay gente peleándose, luego la quietud de la naturaleza...
-Un hombre se vuelve casi loco por esa pequeña cosa de una semilla de limón que no puede alcanzar con los dedos. Eso desencadena una catástrofe, me pareció que esas cosas suceden a menudo así.
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También describe una feroz guerra entre vecinos...
-Hoy se libran grandes guerras en terceros países que no vemos. Pero pensé que, superada la era de las guerras civiles, las próximas podrían ser más reducidas todavía: guerras entre vecinos, igualmente mortales. Mucha gente alberga un odio inmenso y este tiene necesidad de expresarse contra el individuo inmediato: un hombre sale a su jardín y el vecino lo embiste con el sable de su abuelo; otro lee el periódico en la terraza y recibe un estacazo en la nuca; otro orina sobre los zapallitos enemigos... Se habla mucho de la buena vecindad, pero en realidad nos comportamos como simios. Se habla mucho de los problemas del tercer mundo, colaboramos en paliar la pobreza del cuarto mundo, pero jamás empatizamos con los que tenemos al lado, a los que ni siquiera vemos. Y el de al lado hace lo que quiere, no necesariamente con mala fe, pero el mal que no es pretendido puede hacer más daño que el mal que se ha buscado conscientemente, porque frente a este podemos pelear. Ante el mal que genera la inocencia no tenemos armas. Contra la inocencia ninguna revuelta es posible.
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Realiza una sugerente descripción de los bosquimanos, esos vagabundos que circulan por el bosque y los caminos, almas perdidas que adquieren casi una pátina mitológica.
-¿No los ha visto? Por aquí está lleno. Mire por la ventana... Esa gente son los restos de la civilización, los desechos de nuestro mundo, son cada vez más numerosos y deambulan todo el día, lanzándonos un mensaje incierto. Son como esos chicos que fingen que continúan sus estudios pero que saben que están ya perdidos para la eternidad. O la gente que ha, entre comillas, fracasado: un cocinero que era como nosotros y que montó un restaurante, fue acumulando deudas, se declaró en quiebra y acabó en una cabaña, en medio del bosque, alcoholizado. Pienso en mi hermano, carpintero, que no ha triunfado en la vida y tiene una existencia muy dura. ¿Por qué él y no yo?
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¿Tiene la novela en la cabeza antes de escribirla?
-¡No! Tengo que ser sorprendido por mí mismo. Sin eso, no valdría la pena escribir. No planifico nada: escribo, paseo, me voy al bar del pueblo y ahí me vienen ideas, vuelvo a casa iluminado con nuevos meandros. Eso es una sensación magnífica. Soy afortunado de tener este oficio.
-En sus páginas se difumina la frontera entre acción y observación.
-No las distingo, no. Si solo hay acción, me recuerda la literatura de Estados Unidos, que no es la verdad, es algo amanerado. Me gusta que la acción vaya acompañada de una especie de ensoñación, meditación o, aún mejor dicho, concentración rítmica. Ese es mi ideal: la concentración que tiene ritmo. Concentrarte te abre el mundo.
-"Ser propietario te da una visión más estrecha de la vida", opina su actor.
-Estoy de acuerdo con él, sí, de momento sí. Tengo esta casa, y otra, pero no me atrevo a llamarla mía. Es un problema irresoluble, el de la propiedad. Respiramos el aire sin pensar que es de nuestra propiedad y esa sería la aproximación adecuada al lugar donde vivimos. Pero es que, si no lo compras, lo alquilas, y eso también pervierte tu relación con él.
-¿Qué nos dice del personaje del sacerdote?
-Me gusta mucho. Tiene una iglesia a la que nadie acude. Yo creo que el sistema de rotación del mundo no funciona muy bien, la Tierra es uno de los planetas donde el día es más largo, en Neptuno dura 16 horas y en Saturno 11. Creo que nos hubiera ido mejor haber existido en un planeta donde los días tuvieran 18 horas. Por la tarde, nos convertimos en extranjeros, se han acumulado demasiadas cosas. El actor se encuentra una iglesia a esa hora y el sacerdote lee misa para él, crean una comunidad y se van a comer juntos. Y celebran la eucaristía, ese rito fantástico solo igualado por los partidos de fútbol.
-La paternidad es otro de los temas tratados en la novela...
-No es una novela, prefiero la palabra 'narración'. No me siento novelista sino narrador.
-Sobre la paternidad...
-Para mí es algo natural, tanto como la escritura. Escribir es ser padre, es lo mismo. Hay esos escritores que se sienten artistas y que dicen que no pueden estar con niños por el medio. Allá ellos. La escritura me la tengo que merecer, ser escritor es algo que hay que conquistar, no es fácil, igual que sucede con la paternidad, no basta con engendrar hijos para ser padre, y no basta con juntar letras para ser escritor. Sé que no tengo la imagen pública de padre pero para mí es lo más importante. Intentar ser un buen padre, es decir, no cometer muchos crímenes, tal vez alguno pequeñito de vez en cuando, o uno grande, no sé.
-Francia es el país de lo políticamente correcto, y usted ha tenido aquí muchos problemas por su libro "Justicia para Serbia".
-No por el libro, sino por la imagen falsa que han dado algunos medios de mi libro. Yo hago literatura pura, eso es siempre una búsqueda, que puede ser leída de muchos modos y solo me critican los que se acercan a mí con ideas preconcebidas. ¿Cómo se me puede leer con anteojos políticos? Yo escribo libros, ya sé que en las librerías de hoy se venden muchos libros que no son libros, que los abres y no hay nada escrito en ellos aunque los veas manchados de letras en todas las páginas, una cantidad enorme de frases que no dicen nada. Leer es otra cosa: es una experiencia única, una expedición al fondo de uno mismo, abrirse al mundo y al otro. Eso es la literatura, algo magnífico que te hace ver cosas nuevas que desconocías. Eso se erige frente a la falsa literatura, donde entran todos los llamados fenómenos, ciertos bestsellers, todos esos libros que no se atreven a cruzar el Misisipi, adentrarse en lo profundo.
-Hay gente que esperaba una rectificación suya sobre Serbia, mucha aquí en Francia y se dice que en Estocolmo...
-Si alguien viene a pedirme una rectificación, lo que recibirá de mí es un puntapié. Jamás llegarán mis excusas por escribir literatura. Mis libros defienden la paz y la justicia, ¿cómo se atreve nadie a identificarme con crímenes de guerra?
-En su literatura, no sólo en esos libros sobre Serbia, está presente la guerra como parte esencial del ser humano. En su primera novela había niños que guerreaban entre ellos. Ahora, aquí, son los vecinos.
-Sí. Mi madre perdió a sus dos hermanos en una guerra conducida por Hitler, y eso siempre está en mí. De Austria, todos dicen que fue anexada por Hitler aunque más del 85% eran partidarios suyos. La guerra, la muerte... yo decidí que mi familia era la de la rama eslovena, porque la emoción decide, no solamente el pensamiento. Afortunadamente a veces nos liberamos de la razón.
-¿Usted es pacifista?
-No sé. Nada hay más precioso que la paz pero la paz no existe. Vivimos la cuarta guerra mundial, el odio se multiplica, incluso en Europa, porque yo creo que Yugoslavia o Ucrania son Europa ¿verdad? Hace falta una purificación y lo trágico es que la purificación llegue a través de la guerra. No hay guerras santas ni no santas, la guerra es una tragedia sucia. No creo en los historiadores ni en las cosas que nos cuentan, como tampoco en esos expertos sobre Ucrania o Rusia... Que se vayan a tomar por saco todos.
-¿Qué le parece el ascenso del Frente Nacional?
-Le responderé como persona que paga mis impuestos aquí, y no en Suiza, porque me parece justo aunque sean altísimos. La mitad de los votantes del FN no son fascistas, son gente absolutamente perdida, que no sabe ni dónde está su jardín ni quiénes son sus vecinos. Jamás votaría al FN pero Francia sufre una profunda depresión. A este país le salvará el gran número de gente que ama su trabajo y van a él cada mañana con ilusión. Yo hago una diferencia entre nacionalismo y patriotismo: si amenazan a mi país me convierto en patriota y es lo correcto, pero si creo que mi país es mejor que el otro soy nacionalista, algo ya terrible.
-¿Qué proyectos tiene?
-He acabado una obra de teatro. Ahora estoy con una narración y planeo una novela medieval sin usar ninguno de sus clichés, hacerlo como antes de Cervantes.
-¿Cómo escribe?
-A mano, y eso hace que aparezcan muchas erratas cuando los libros son impresos en alemán. Antes escribía a máquina electrónica pero, hace treinta años, fui a la Semana Santa de Linares, me compré allí una máquina de escribir... y, como el teclado era diferente, a la española, me salían todas las letras equivocadas. Eso me puso tan nervioso que me dije: voy a probar a mano. Me compré muchos lápices y rotuladores finos... y desde entonces todo lo he escrito a mano. Esa ha sido mi evolución, a la inversa.
Fuente: Revista Ñ
Fuente: Revista Ñ
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