La historia de Marcos está llena de avatares. Tiene veintidós años. Padece Trastorno Generalizado del Desarrollo, un trastorno que comprende el amplio espectro del autismo. Dar cuenta de nuestro vínculo es narrar una historia de detalles e indicios que para mí son pequeñas gemas de vitalidad.
1.- Libros.
A Marcos siempre le gustaron los libros. Mirarlos. Tocarlos. Detenerse en algunas de sus imágenes de manera casi hipnótica. Sin embargo, no sabe leer. Es paradójico. Cristina, la madre de Marcos, y yo, somos profesores de lengua y literatura. Durante mucho tiempo hemos enseñado en escuelas medias y universidades a jóvenes estudiantes. En los primeros años le regalamos a Marcos infinita cantidad de juguetes.
Pasado un tiempo, un promotor trajo unos libros grandes y coloridos a una de las escuelas donde trabajábamos. Decidimos comprarle a nuestro hijo, aún pequeño, un diccionario. Corría el año 1994 y desconocíamos que padecía de autismo. Era un precioso diccionario para el futuro, para el momento de ir a la escuela. Ese regalo era una especie de tesoro que podría valorar más adelante. Una reserva llena de palabras, acepciones y símbolos. Le escribí una dedicatoria que hace poco releí y que, debo confesar, me dejó temblando: “Cuando leas las palabras de este libro, no olvides que mi forma de nombrar es una forma de tu presencia. Te quiero. Tu Papá”. Marcos a ún hoy me alcanza algunos de sus antiguos cuentos, descoloridos y ajados. Me los muestra. Como su atención es frágil –una bomba de tiempo a punto de hacer trizas su empeño–, en medio de mi lectura es frecuente que se levante y abandone el sillón. Luego regresa.
Le he contado numerosas historias. Él escucha mi voz. Me mira con sus ojos negros. A veces sonríe.
Me pregunto, a menudo, cómo tocar el corazón de Marcos.
Como es sumamente cariñoso, me abraza, huele mi pelo, me toma de la mano para ir a pasear. En ocasiones caminamos por el barrio, una zona de casas y árboles en el conurbano. Mi hijo camina a la par mía, tuerce su cuerpo, lo abrazo; a veces emite un sonido gutural. En esas caminatas, durante años, me sentí acosado por la mirada ajena.
Hoy soy casi inmune, y hasta me causan gracia los ojos desorbitados que observan a Marcos con tenacidad. Experimento una extraña risa interior. Y una simple constatación de que mis sentimientos se han modificado frente a estos episodios. Los movimientos imprevistos son un rasgo de Marcos. Quizás ese sea su mal. Tiene lo que se denomina un déficit de la atención.
¿Qué mira Marcos? ¿En dónde pone su atención distraída?
Durante mucho tiempo, irrumpía en mi escritorio y desordenaba los papeles. Eso me abrumaba. Yo debía trabajar en la computadora, corregir parciales o responder mails.
Presumí que Marcos quería conocer qué hacía su papá. Hace un tiempo compré un sillón bastante cómodo y lo instalé en el escritorio. Marcos suele sentarse allí. Apoya sus pies en la cuerina. Yo lo saludo con un guiño. Sonríe decididamente. Ese sillón le agrada y podemos estar juntos. Yo lo observo. Y él a mí. Silenciosamente. Ambos nos observamos, conociéndonos a través de una invisible y antigua señal.
2.- Profesionales.
Cuando nos informaron en el jardín de infantes que Marcos era un niño que no se adaptaba al medio escolar, nosotros, padres primerizos e inexpertos, vivimos por un tiempo en estado de shock, perdidos en medio de palabras y voces diversas. En algún sitio escuchamos la palabra “irreversible”, y ese término nos hundió en una tristeza hostil, llena de sombras. Fue un tiempo en que hicimos numerosas consultas. Yo estaba anonadado. Vivíamos en una tensión perpetua de expectativas y desazones. En una de las consultas, alguien le hizo una prueba a Marcos.
Deseábamos que pudiera desarrollar una vida social. Haríamos lo que fuese necesario.
La psicóloga le mostró un pizarrón en el que había escrito el nombre de nuestro hijo. Por aquellos días, Marcos decía algunas palabras e, incluso, algunas frases. Según el relato de la psicóloga, en la sesión, nuestro hijo había indicado con el índice la palabra escrita y había dicho: “marrón”. Una interpretación en relación con la genealogía familiar llevó a la psicóloga a concluir que esa palabra designaba su propio nombre.
Luego de un tiempo, curtidos en estas misteriosas interpretaciones, Cristina y yo, que no somos reacios al psicoanálisis, decidimos evaluar qué camino sería el más conveniente. Iniciamos un tratamiento de resultados irregulares. En ese trance nacieron nuestras hijas, Sofía y Emilia: una fuerza de amor que iluminó los días. Trabajábamos durante la semana. A veces podíamos salir.
Durante ese lapso no dejé de escribir poemas. A veces, ya cansado, mientras todos dormían, encendía la lámpara, y escribía un rato, como si en ese gesto hubiera una oportunidad. En 1999 publiqué un pequeño libro cuyo título es El fin del verano. Era un tiempo en el que yo estaba activo, pero también desolado. Allí incluí un texto que se llama El dolor. Era un poema muy breve: Esta línea me separa de vos./ Mi hijo duerme/ y casi veo/ en su sitio alejado/ parte de mi cordura./ La quietud de las tardes/ espanta. ‘Yo’, ‘hijo’/ ¿dónde se halla/ lo específico/ de estas palabras?// Hay una retórica de la verdad/ hay como una evidencia/ –hijo, ‘hijo’–/ que calma . Pensar en términos de utilidad el lenguaje poético, muchas veces, puede estar reñido con su naturaleza. Sin embargo, escribir esos textos fue una forma de procesar el dolor, quizás un antídoto al hecho de saber que mi hijo era un individuo frágil, una especie de carabela en medio de un mar embravecido.
Sabía que Marcos necesitaría nuestra protección durante toda su existencia, interminablemente, más allá de nuestros días. Ese puñado de textos fue un modo personal de transitar esta experiencia. Nuestra comunicación se sustenta en abrazos, gestos, sonrisas. Y también le agrego esos pequeños testimonios que son la forma silenciosa de decirle cuánto lo amo. No sé dónde irá esa energía poética. Su pura inutilidad. Sólo es una forma de comprender aquel naufragio inicial.
Jaime Tallis, un prestigioso neurólogo que atendió a Marcos durante muchos años, nos dijo en una ocasión que las personas autistas, a veces, son reacias a los tratamientos. Al comienzo de esta experiencia, bajo el imperio del psicoanálisis, intentamos una estrategia esencialmente lúdica; luego, nos dijeron que esa estrategia era inocua. Después, bajo el imperio del conductismo, intentamos una rutina estabilizadora: lograr un aprendizaje mediante la repetición. Tampoco fue fructífero.
No puedo idealizar nuestra vida. Cristina es una especie de heroína que lidia, suave y respetuosamente, con las huestes de la burocracia. Lucha todos los años con las obras sociales. Lleva papeles, envía mails, solicita firmas, llama por teléfono. Oscuras y hostiles secretarias le hacen conocer su voz al otro lado de la línea y, también, dan cuenta del pequeño poder que ostentan.
La consecuencia de tanta energía es un pago a destiempo al centro terapéutico al que asiste nuestro hijo y una retribución incompleta al transporte que lo lleva. Cristina mitiga esos huecos apelando a alguno de nuestros recursos materiales, pero sobre todo a una infinita persuasión retórica. Un rosario de buenas intenciones forma parte de la cantinela de las obras sociales, pero al mismo tiempo se percatan de que pueden medrar con el cansancio de los familiares. Este es el paisaje en el que combaten muchos padres todos los años. Mi mujer forma parte de ese enorme ejército agobiado. Yo acompaño esa procesión silenciosa con una lista de instrucciones. Provisto de disposiciones legales en la memoria, voy dispuesto a franquear oficinas, secretarías y ministerios. Mi éxito, casi siempre, es módico. Hemos intentado diversas cosas. En todo sentido. Hemos viajado en el colectivo 34 para ir a un consultorio por la zona de Villa Crespo. En otra etapa, por la zona de Belgrano, asistíamos a un espacio estatal llamado La Cigarra. Ya en el oeste, con mi hijo adolescente, me levantaba diariamente a las seis de la mañana. Paso a paso, como en cámara lenta, preparaba el desayuno. Despertaba a Marcos; lo vestía. Lo acompañaba al baño.
Tardaba dos horas en esa rutina diaria.
A veces, debía cambiar su ropa otra vez, mientras la combi que lo llevaba al centro terapéutico tocaba bocina al otro lado de la puerta. Durante años, también, lo hemos llevado a distintos natatorios. Marcos se hacía conocer en el agua, a la que siempre amó. El agua es un bálsamo que no sólo le da paz, sino que también protege su cuerpo. Fuimos juntos al natatorio del Club Amigos de Villa Luro. Luego, a piletas en Hurlingham. En esos sitios todos lo conocían, lo saludaban cariñosamente.
3.- Ramitas.
El mundo de Marcos está lleno de dificultades. En ocasiones imagino cosas atroces. A veces, cosas hermosas.
No soy fuerte.
Sin embargo, constato que un hilo invisible me conecta con mi hijo. Pequeñas acciones y episodios han armado esta historia (caminar, nadar, leer, viajar a Mar del Sur y Córdoba en busca de campos donde correr libremente). Sin embargo, estamos cansados.
Frente a discursos positivistas que hacen de la eficacia de la conducta su objetivo, o discursos que proponen orígenes inasibles, nos miramos con Cristina a la cara, nos abrazamos sin preguntarnos por qué pasó todo esto, y hacemos del presente nuestro único capital.
No hay resignación. Y mucho menos, serena sabiduría. No sabemos nada acerca del futuro. Esta experiencia que la vida nos tenía reservada la sitúo en el único lugar posible, el lugar del amor. También en un consciente acto de voluntad. Allí, en ese sitio amoroso, construido con ramitas diarias y pequeñas convenciones, han convivido la ira y la tristeza. El dolor atravesó muchas veces mi corazón. José Martí hablaba de la “pasión de los padres”. ¿En qué consistirá esa pasión? ¿Qué formas adquirirá en cada uno de nosotros?
A veces las pasiones vienen adosadas a antiguos mandatos que los hijos se encargan de deshacer, sabiamente. La vida tiene sentido, también, en el ejercicio de la pasión y la paciencia. Rozo a Marcos con mis manos. Veo sus ojos oscuros. Me mira. Sonríe. Me interroga de alguna manera.
Le digo “te amo, te amo”. Eso fue lo que aprendí, entonces, en los días de la vida. “Aquí estoy, Marcos”, le digo, mientras acaricio su pelo. Y agrego: “Hemos avanzado juntos en algún sentido.”
Fuente: Clarín
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