La implementación de una huerta en el ámbito escolar ofrece una oportunidad única para trabajar no solo contenidos de las ciencias naturales, sociales o el cálculo matemático, sino también para cultivar valores como el compromiso con los proyectos colectivos.
Para los docentes de escuelas urbanas de todos los niveles puede ser un desafío introducir contenidos vinculados al mundo rural que resultan aparentemente ajenos a las vivencias cotidianas de los niños, estudiantes e incluso muchas veces de los mismos maestros. Pero, si observamos en nuestra cotidianidad, la vida urbana está totalmente conectada con la rural, y los alimentos son el ejemplo más contundente. En este artículo nos proponemos pensar en torno a las huertas urbanas como dispositivos experienciales que permiten evidenciar estas conexiones entre el mundo urbano y el rural de modo de facilitar los procesos de enseñanza y aprendizaje, sobre todo en las escuelas.
La experiencia que aquí compartimos fue recogida a lo largo de diecisiete años de trabajo en el Programa de Extensión Universitaria en Huertas Escolares y Comunitarias (PEUHEC). Este programa se inició por demanda de diferentes grupos sociales que se acercan a la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires pidiendo apoyo técnico para llevar adelante una huerta urbana. A través de este espacio hemos podido compartir con muchos docentes de escuelas primarias, secundarias, terciarios, de educación especial y de educación de adultos, las planificaciones de actividades que realizan en su labor cotidiana, y en este artículo presentamos algunos tópicos que pueden ser de utilidad si nos preguntamos ¿por qué y para qué hacer una huerta urbana educativa?
Quienes se acercan en busca de apoyo técnico (más aún si nunca han hecho huerta) tienen el anhelo inicial de ‘producir los propios alimentos’. Luego –y a medida que las huertas empiezan a concretarse– los propósitos se tornan múltiples: terapéuticos, educativos, recreativos, entre otros. Entonces, aunque resulta evidente que hacer una huerta urbana no soluciona problemas estructurales como el hambre, la desnutrición o la inclusión social, hemos observado que las prácticas de huerta pueden estructurarse como un dispositivo pedagógico versátil que permite la satisfacción de diversas necesidades (participación, creación, afecto, identidad, ocio, protección, subsistencia, entendimiento y libertad) en forma simultánea y sinérgica.
Aunque no es una tarea sencilla, es posible armar una huerta urbana en diversas situaciones sociales, con abundancia o escasez de recursos, pues los implementos se pueden fabricar en forma casera y con los materiales disponibles en cada lugar. Desde el inicio nos encontramos con (por lo menos) dos dificultades técnicas fundamentales: la poca disponibilidad de suelo fértil y la falta de acceso a las semillas. Hay diversas maneras de resolverlo: desde el PEUHEC promovemos un enfoque agroecológico para la producción de alimentos que persigue la sustentabilidad considerando tanto la dimensión económica, social y ecológica como la cultural, política y ética.
El manejo agroecológico –denominado comúnmente ‘natural’ o ‘ecológico’– busca impulsar experiencias de agricultura de pequeña escala en ámbitos urbanos y rurales, produciendo alimentos saludables y de calidad. Se basa en prácticas como mantener la biodiversidad, respetar los ciclos biológicos, producir las propias semillas e intercambiarlas, y crear tecnologías de bajo costo sin la necesidad de insumos externos ni agrotóxicos. Este enfoque no solo atiende el manejo de los recursos y la dimensión económica y ecológica de los sistemas, sino que también considera la dimensión cultural, puesto que se constituye en un elemento central para la concreción y apropiación social de dichas actividades. Además, contempla una dimensión política crítica hacia la industrialización de la agricultura y los valores que sustentan las sociedades de consumo.
Desde lo metodológico, el eje está puesto en cómo, para qué, por qué y para quién producir, es decir, en el proceso de la producción de alimentos y los saberes que se ponen en juego para lograrlo. La integración de saberes científicos y populares es uno de los desafíos y uno de los pilares del enfoque agroecológico que habilita a plantear(se) preguntas y abrir debates acerca de diferentes temas. Está en las habilidades docentes dar la posibilidad para que estos saberes se pongan en juego en el espacio de huerta.
En lo que sigue enumeramos algunas cuestiones clave de la huerta para trabajar, con la finalidad de inspirar a los docentes en la planificación de sus actividades en las distintas áreas.
Los ciclos de la materia, la energía, el agua y las plantas: son temas que habilitan a trabajar desde las ciencias biológicas procesos ecosistémicos en diferentes escalas. También permiten preguntarnos ¿qué sucede con estos ciclos en las ciudades y qué elementos de estos ciclos tenemos que tener en cuenta para que una huerta funcione? Desde la agroecología se propone imitar los ciclos naturales a través de las prácticas de manejo; por lo tanto, una actividad fundamental es la observación de espacios verdes poco intervenidos por la acción humana, como puede ser un terreno baldío en las ciudades o alguna de las reservas de la costanera, en el caso de Buenos Aires. Es un momento ideal para poner a prueba experiencias vinculadas con el conocimiento del ciclo de vida de las plantas mediante germinadores, almacigueras y brotes, así como también la identificación de semillas, plántulas, flores y frutos por medio de herbarios, el análisis de las partes vegetales que consumimos cotidianamente, la multiplicación sexual y asexual de las plantas, y el armado de una estación meteorológica u otras actividades que permitan sostener el interés hasta que la huerta empiece a tomar forma.
El diseño de la huerta: el diseño de la huerta refleja nuestra relación con la naturaleza y el ambiente. Para decidir, por ejemplo, la orientación, las dimensiones y la forma de los canteros, se ponen en juego diversas áreas de conocimiento. Algunas de ellas son las matemáticas (cálculo de volúmenes de tierra, dimensiones de canteros, cantidades de madera, superficies sembradas, cantidad de semillas, etcétera), la geometría (si elegimos formas rectas o curvilíneas, el armado de croquis de los canteros de la huerta) y las cuestiones estéticas vinculadas a los valores de nuestra cultura (lo que nos gusta y lo que no nos gusta, lo que nos parece ‘sucio’ o ‘prolijo’). Aquí nuevamente se propone como disparador observar e imitar la naturaleza, manteniendo al máximo la diversidad de especies animales y vegetales, no solo hortícolas sino también florales, frutales, acuáticas y otras.
El suelo: es el corazón de la huerta. Más allá de ser el sostén físico de las plantas, es un sistema complejo del que estas se nutren. Contar con tierra fértil es la principal limitante en las ciudades, por ello la mayor parte de las veces tenemos que ‘crear tierra negra’. Para esto la abonera y el lombricompuesto son prácticas clave que permiten disponer de tierra fértil y aprender todos los procesos fisico-químicos que median hasta lograrlo. La construcción de la abonera nos lleva directamente a trabajar, por ejemplo, cuestiones vinculadas al reciclaje de residuos domiciliarios y el ambiente urbano. Es posible que dispongamos de un suelo que no está en condiciones óptimas de fertilidad química o no tiene buena estructura física. En estos casos, también hay prácticas que permiten mejorarlos como la implantación de abonos verdes o la cobertura vegetal permanente del suelo con hojas, tallos, restos de cosecha o de la poda.
Es habitual que los suelos urbanos sean ‘de relleno’ y por lo tanto, si no sabemos la historia del lugar, es importante hacer un análisis de metales pesados y, si no, trabajar directamente con canteros sobreelevados rellenos de tierra de calidad, con procedencia certera. Todas estas prácticas se relacionan con diferentes contenidos que se aplican de forma gradual en todos los niveles de educación. Por ejemplo, es interesante investigar la relación que diferentes culturas tienen con ‘el suelo’. Para muchos pueblos indígenas de los Andes centrales de América del Sur, incluidos los del norte de nuestro país, la ‘Pachamama’ o ‘Madre Tierra’ es el núcleo del sistema de creencias y actuación ecológico-social.
El manejo de los cultivos hortícolas: la decisión de las especies a sembrar y su disposición en el espacio y el tiempo son otros aspectos fundamentales. La forma en que asociamos las especies (ubicándolas en los canteros en función de los distintos requerimientos nutricionales) y cómo las rotamos en la superficie de tierra disponible a lo largo de los ciclos productivos (primavera-verano/otoño-invierno con el objetivo de evitar implantar el mismo cultivo más de un ciclo productivo en la misma parcela) se vinculan directamente con discusiones acerca de la biodiversidad en los sistemas productivos. Mantener sistemas biodiversos temporal y espacialmente es otro de los principios del enfoque agroecológico. Aquí las ciencias biológicas aportan al entendimiento de los ciclos de vida de las plantas pero de manera interrelacionada con otros seres vivos. Desde las ciencias sociales también se puede pensar en los modos de producir de las sociedades en diferentes culturas y momentos históricos y en la influencia de las acciones humanas en el ambiente.
La sanidad de las plantas: este aspecto habilita discusiones vinculadas a diferentes concepciones de salud y enfermedad que entendemos no como situaciones estáticas y antagónicas sino como ‘caras de una misma moneda’. Aquí un principio rector de las prácticas es ‘suelo sano, planta sana’ y un suelo sano –es decir, con fertilidad natural física y química– depende del manejo. Un principio del manejo propuesto es que no ingresen al sistema sustancias de preparación sintética que puedan (además de eliminar determinados organismos) contaminar el agua o afectar a otros seres vivos, incluidos los humanos. Por la escala reducida y la finalidad educativa de las huertas es posible utilizar fertilizantes y preparados caseros a partir de sustancias de algunas plantas como la ortiga o el tabaco, que reducen las poblaciones de algunos insectos y hongos. La utilización de estos productos no solo permitirá realizar actividades (sobre todo con los niños) sin riesgo, sino también trabajar en todas las edades sobre temáticas como la salud, los medicamentos y las adicciones.
La autoproducción de semillas: la producción de semillas propias y la conexión con las redes de intercambio de semillas nativas y criollas son prácticas fundamentales para mantener cierta autonomía en el proceso productivo. Nos da la libertad para elegir qué queremos sembrar y por lo tanto comer, conociendo el origen de las semillas y asegurándonos que no hayan sido tratadas con agrotóxicos. Además de la importancia de mantener la diversidad de semillas en los sistemas productivos por su función biológica, esta perspectiva habilita a trabajar su función social, es decir su relación con la diversidad cultural, los rituales y las tradiciones en diferentes culturas. Otras cuestiones que pueden ser pertinentes para discutir es el origen de las semillas transgénicas y las implicancias de su patentamiento, temáticas relacionadas directamente con la producción de alimentos y la soberanía alimentaria.
La cosecha: es un momento que nos permite reflexionar sobre la nutrición, la calidad de los alimentos y el sistema agroalimentario. Responder a preguntas como de ¿de dónde vienen los alimentos que comemos todos los días? o ¿cómo es posible que comamos tomates todo el año? pueden ser la puerta de entrada para conocer y analizar diferentes sistemas de producción, distribución y consumo de alimentos vinculados a fenómenos como el supermercadismo o las políticas públicas de acceso a alimentos como las ferias itinerantes, así como también los mercados donde se establecen relaciones sociales de intercambio entre productores y consumidores de forma directa bajo la lógica de la economía social y solidaria. La cosecha es un buen momento para festejar y compartir la satisfacción de recoger los frutos del trabajo realizado y para reconocer la importancia del proceso mancomunado.
Diferentes sentidos de la huerta agroecológica en el ámbito educativo
En lo que sigue, nos proponemos reflexionar a partir de algunas expresiones de los maestros y maestras con quienes hemos trabajado sobre los diferentes sentidos que puede cobrar la huerta en la escuela.
‘La huerta es como un laboratorio vivo.’ Es un espacio que posibilita el acercamiento al método científico desarrollando la capacidad de observación de los procesos biológicos, los ciclos de la vida, la complejidad y la interconexión entre los factores bióticos y abióticos. Junto con las tareas hortícolas se pueden diseñar pequeños ensayos y experimentos para probar hipótesis, por ejemplo, sobre la permeabilidad de los suelos, las respuestas de las plantas a estímulos como el riego, la luz del sol, la distancia entre plantas, la asociación de especies, las fechas de siembra, la aplicación de preparados caseros para algún hongo o insecto, entre muchísimas otras. También se pueden hacer actividades asociadas con la huerta, pero dentro del aula, como la cría de lombrices y la realización de almacigueras y germinaciones.
Contar con este ‘laboratorio vivo’ permite dar contenido a nociones más complejas como la biodiversidad y comprender procesos tanto a escala célula (fotosíntesis, respiración) como a escala planta (ciclos de nutrientes) y comunidad (competencia, herbivoría, etcétera).
‘La huerta es un espacio de acción.’ Es, sobre todo, un espacio que abre la posibilidad de aprender haciendo. En palabras de Natalia González, maestra de nivel inicial: Hacer genera entusiasmo porque se aprende a medida que se crea, y el proceso es verdadero, con raíces, hojas, frutos y los aprendizajes se cosechan día a día… la huerta es un proyecto que genera tanto entusiasmo que da lugar a muchos otros aprendizajes… no solo nos quedamos en las ciencias naturales. Hacer huerta no solo implica reconocer especies sino también escribir sus nombres en los carteles, contar semillas y medir canteros. Es aprender a crear, diseñar y proyectar para apropiarse del espacio. Aprender conceptos y procedimientos sobre cómo sembrar, ralear, cosechar, multiplicar, regar. Aprender a leer leyendas que tienen que ver con la agricultura de pueblos originarios y a escribir las propias historias de una huerta urbana. Aprender a cuidar a otros seres vivos y también a cuidarse uno mismo.
La huerta es, además, un espacio que está fuera del aula y que por ello rompe con muchas estructuras escolares: No es un proyecto que empieza y termina en un espacio físico, no se trata de volver al aula y dejarlo en anécdota, no es un experimento… la huerta nos brinda otro contexto como docentes… Y no es solo el espacio físico el que cambia, sino también la forma en la que se piensa y se da el trabajo allí, donde docentes y estudiantes tienen que crear colectivamente en pos del crecimiento de este espacio.
Producir un alimento hasta cosecharlo y comerlo requiere trabajo sostenido en el tiempo… también aprendemos a tener paciencia. Es un proceso que permite comprender de dónde vienen los alimentos y dimensionar el trabajo que implica para quienes lo producen.
‘La huerta es un espacio de contacto con la naturaleza.’ Brinda la posibilidad de estar en contacto con ‘lo vivo’ dentro de la ciudad. Tocar la tierra, sentir los olores y los sabores de las plantas medicinales, vincularse con los ritmos naturales y los ciclos vitales suelen ser experiencias vinculadas con el placer y también el displacer porque permite discutir sobre nuestras propias creencias. Por ejemplo, el esfuerzo físico que implica producir alimentos sanos o los múltiples desacuerdos que surgen a la hora de tomar decisiones concretas como cuál será el destino de la cosecha. En muchas escuelas es, además, un espacio que embellece el entorno o recupera lugares abandonados con propuestas que despiertan nuevas ideas como el disfrute, la recreación al aire libre y la realización de actividades que nos invitan a salir de las aulas.
Las tareas hortícolas son un estímulo no solo para pensar acerca de la relación con otros seres vivos sino también para reflexionar sobre los diferentes grupos sociales y su interacción con la naturaleza, en tanto seres biológicos y en tanto seres sociales.
‘La huerta es un espacio de construcción colectiva.’ La huerta educativa es un proyecto necesariamente compartido, es un trabajo que si no es de forma cooperativa no florece, que si no fomenta el compromiso, se seca, porque conlleva trabajo constante y persistente. Hacer una huerta implica construir redes y acuerdos internos entre docentes, estudiantes, autoridades y personal de apoyo, asumiendo tareas que dan la posibilidad de integrar a toda la comunidad educativa.
También es una actividad a la que se pueden convocar los padres y funciona como espacio de encuentro e interfase de los docentes con las familias y de las familias entre sí. En momentos cuando se requiere mucho trabajo para rearmarla –como al inicio, o luego de las vacaciones o de una tormenta– es habitual organizar jornadas de trabajo. Es también una forma de incentivar la huerta en el hogar.
Por otro lado, no es posible sostener una huerta agroecológica en medio de una ciudad si es un espacio ‘aislado’: la huerta propone trascender los límites físicos de la escuela o la facultad. Las redes de intercambio de semillas son los espacios urbanos donde se encuentran semillas genéticamente diversas, en cantidad suficiente, de calidad y sin tratamiento con químicos sintéticos.
Producir nuestros propios alimentos aunque sea una vez en nuestra vida puede ser una experiencia transformadora.
Desde esta perspectiva, las prácticas asociadas a la huerta urbana agroecológica como dispositivo pedagógico abren la posibilidad de dar sentido a conceptos como soberanía alimentaria, semillas nativas y criollas, comercio justo, calidad de los alimentos, producción de tecnologías situadas, trabajo cooperativo, enfoque de producción agroecológico, y esto nos facilita en parte el acercamiento a las diversas realidades de los productores de alimentos que en nuestro país siguen siendo, en gran medida, los agricultores familiares.
Fuente: María Ximena Arqueros, Nela Lena Gallardo Araya para Ciencia Hoy
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