miércoles, 9 de mayo de 2018

Alejandra Vignolles se fue sólo físicamente y dejó un trabajo imperdible para nuestro debate histórico

Ayer martes 8 de mayo, la Legislatura porteña homenajeó a la colega Alejandra Vignolles. Esta estimada compañera se desempeñaba en los últimos años en la agencia Télam. Partió físicamente justo el día de mi cumpleaños, el último 22 de enero. Los trabajadores de prensa, amigos y familiares participaron de la colocación de una placa en su memoria en la sala de periodistas de ese importante órgano oficial. Así como pasó por diversos medios también despuntó el gusto por la escritura e hizo una magnífica tarea que quedó registrado en "Doble Condena", un libro dedicado a la vida y muerte del dirignte montonero Roberto Prieto. Me gustó la idea de compartir este fragmento del material que nuestra Ale compartió en Perfil y que reprodujo el sitio Pájaro Rojo, ahí va:

Roberto Quieto y su doble condena

LIBRO / Secuestrado por militares, condenado por Montoneros
Quieto: ¿mártir o traidor?
Roberto Quieto era el número dos de Montoneros cuando fue secuestrado. Luego de su detención, la organización lo condenó a muerte en ausencia, acusándolo de haberse “quebrado” en la mesa de torturas y hasta llegó a negociar con el Ejército su entrega, vivo, para “ajusticiarlo”. Este libro cuenta la historia nunca revelada hasta hoy del hombre que podría haber cambiado el curso de la guerrilla peronista.
Fragmento del libro “Doble condena”, que acaba de aparecer editado por Sudamericana. 
Paso en falso. Experimentado combatiente, Quieto pudo ser capturado por las fuerzas de seguridad por haber ignorado las estrictas medidas de seguridad que él mismo había impulsado para ese momento, en que los Montoneros ya habían pasado a la clandestinidad, durante el gobierno de Isabel Perón.
Un caluroso mediodía de fines de enero de 1976, un entrecano general del ejército argentino esperaba solo dentro de un Ford Falcon que él mismo conducía y que acababa de estacionar en uno de los desérticos doques de lo que hoy es Puerto Madero. Luego de algunos interminables minutos, un hombre robusto, de estatura mediana, con una calvicie pronunciada a pesar de su juventud, abrió la puerta del lado del acompañante y subió al automóvil. Ambos hombres se saludaron con una leve inclinación de la cabeza. Al instante, la formación militar que ostentaban les permitió detectar que uno y otro iban armados. El general encendió el motor y avanzó en dirección a la otra punta de la calzada. Así, casi a paso de hombre y por espacio de una hora y media marcharía, siempre por la misma calle, yendo y volviendo, conversando con su interlocutor. El general le pidió que se identificara.
—Soy Roberto Perdía –le respondió el joven.
—Ah, yo pensé que usted era Marcos Osatinsky –dijo el otro. Se trataba de Albano Harguindeguy, futuro jefe de la Policía Federal de Isabel Perón y posterior ministro del Interior de Jorge Rafael Videla.
—Ustedes mataron a Osatinsky hace seis meses en Córdoba. Vine para ver la posibilidad de abrir un canal de negociación para que liberen a Roberto Quieto y a otros compañeros –explicó desconcertado Perdía, segundo jefe de Montoneros.
—No tuve oportunidad de hablar a fondo con Viola porque se debe estar sacudiendo el polvo de la bomba que le pusieron ustedes hace poco. Por eso es que no pude, todavía, transmitirle el afán de diálogo que tienen ahora. Pero igualmente, Quieto no va a aparecer, olvídense del tema. Además, nosotros no vamos a andar tirando cadáveres en los zanjones, de ahora en adelante los cadáveres no van a aparecer. Nosotros vamos a hacer otra cosa. Lo que ustedes conocieron hasta ahora fue una “dictablanda”, como la de Lanusse; la nuestra sí va a ser una dictadura. No lo van a volver a ver más a Quieto. En realidad, no volverán a ver a nadie más –advirtió por último el general, al tiempo que con la cabeza invitaba a su acompañante a que bajara del auto porque la entrevista había terminado.
Perdía había llegado hasta Harguindeguy porque Montoneros pretendía que el Ejército le entregara a Quieto con vida para poder cumplir la sentencia de un juicio revolucionario que la organización le había hecho en ausencia y por el que había sido condenado a muerte por “delación bajo tortura”, entre otros cargos. La dirigencia sostenía que Quieto los había delatado y quería rescatarlo de las manos de los militares, no por lealtad ni compañerismo, sino para encargarse ellos mismos de su ejecución. La gestión para llevar a cabo la reunión había sido realizada por Norberto Habbeger, uno de los cuadros políticos más lúcidos de Montoneros, luego desaparecido. Harguindeguy y Habbeger se habían conocido en 1973, en el Estado Mayor del Operativo Dorrego, realizado conjuntamente entre jóvenes peronistas y militares para recuperar una vasta cantidad de tierras inundadas de la provincia de Buenos Aires.
Sencillo y brillante. Roberto Quieto era reconocido públicamente como uno de los dos jefes máximos de la guerrilla peronista, luego de que la organización político-militar de origen marxista de la que había sido fundador a fines de los años sesenta, denominada Fuerzas Armadas Revolucionarias, se integrara a Montoneros formalmente, en octubre de 1973. Había sido secuestrado, desarmado y sin guardaespaldas, al anochecer del 28 de diciembre de 1975, en la playa La Grande, de la localidad de Martínez, en el norte del conurbano bonaerense, mientras disfrutaba de un domingo en familia. El secuestro habría estado a cargo de la Policía Federal, fuerza de seguridad que había quedado bajo jurisdicción del Ejército, durante un operativo que estaba al mando de un inspector de apellido “Rosas”, que bien pudo haber sido un sobrenombre. Rosas iba acompañado por unas diez personas –entre las que revistaba una mujer–, todas armadas, vestidas de civil y con una credencial abrochada en la ropa con el nombre tapado para que ninguno de los presentes pudiera identificarlos.
Fue por un pedido de Quieto que Rosas dijo muy correctamente su nombre y le aseguró a Alicia Testai, esposa del ex jefe guerrillero, que el procedimiento era legal y que iban a trasladar a su marido hacia Coordinación Federal, que funcionaba en el edificio de la Jefatura de la Policía, ubicada en la calle Moreno de Capital Federal, para identificarlo. Sin embargo, hasta el día de hoy continúa desaparecido, y solamente hay algunos indicios de que habría estado vivo al menos por unos meses en uno de los centros clandestinos que funcionó en Campo de Mayo y donde fue sometido a torturas hasta el final de su vida.
Ese 28 de diciembre, Quieto habría llegado a La Grande poco antes del mediodía. Montoneros había anunciado la vuelta a las armas y el pase a la clandestinidad en septiembre del año anterior. Por eso es que, en vísperas de las fiestas navideñas de 1975, la Conducción Nacional había dado una orden, que llegó a la militancia escrita a máquina, en la que se alertaba sobre la necesidad de que los combatientes no arriesgaran sus vidas al intentar ponerse en contacto con sus familias en esa fecha tan especial. Se cree que quien redactó esa advertencia había sido el propio Quieto. Es decir que, al ser secuestrado, no solamente había transgredido sus propias órdenes, sino también las más elementales reglas de seguridad de la clandestinidad.
El 24 de diciembre no se había acercado a su mujer e hijos y había pasado la Nochebuena en una quinta, donde se encontró con otros integrantes de la organización. Allí mantuvo una larga charla con algunos de sus compañeros, en su gran mayoría provenientes de las FAR, sobre la orientación de los acontecimientos políticos del momento. Y específicamente puso de manifiesto su preocupación por el sesgo marcadamente militarista que estaba tomando Montoneros, situación que él consideraba los alejaría cada vez más de la aceptación popular.
Sostuvo que Montoneros tenía que profundizar su penetración política en los movimientos de masas, y que si no se trabajaba en ese sentido la lógica militar los condenaría a un alto nivel de aislamiento. Y que esto sería perjudicial para llevar adelante los objetivos que la propia organización se había propuesto. La ironía es que Quieto era admirado y respetado por las bases precisamente por su pericia militar y por la justeza con que organizaba las operaciones armadas. Había sido uno de los ideólogos y estrategas del asesinato del sindicalista José Rucci, en septiembre de 1973. Autor también de uno de los hechos más resonantes de la época al comandar al año siguiente el secuestro de los hermanos Juan y Jorge Born, herederos del gigante multinacional Bunge & Born. Tras lo cual, y gracias a su habilidad, Montoneros había cobrado un rescate de sesenta millones de dólares, que le dio a la organización una importante base de sustentación económico-financiera.
Esos sesenta millones de dólares representaban entonces la tercera parte del presupuesto nacional de Defensa, según dijo tras su cautiverio Jorge Born. El dinero que se había pagado por su liberación había sido un verdadero récord mundial. Por otra parte, las características del secuestro en sí mismas y el perfil de los secuestrados habían servido para convalidar la épica montonera del momento. Con esos millones en la mano, Montoneros pudo lanzarse, entre otras cosas, a la fabricación de armas propias.
A pesar de todo esto, Quieto no simpatizaba con el estereotipo del jefe habilidoso con los “fierros” que se imponía en las organizaciones guerrilleras. A él, que era una persona intelectualmente brillante, según el relato de quienes lo conocieron, lo consumía el fuego de la pasión por la política. Era de carácter sencillo, a veces tímido, de buen trato, y prefería el diálogo intimista, las certezas que da el sentido común, la prudencia. Aunque por otra parte lo atraía el riesgo, vivir al borde de la cornisa. Una vez le confesó a su mujer que, de no haber elegido la lucha armada para la toma del poder, le habría gustado ser piloto de autos.
También lo hacían feliz algunos placeres, como las mujeres lindas –de hecho, su esposa era bellísima–, la buena mesa, el buen vino, Boca Juniors, los amigos y la literatura de Albert Camus y de Ernest Hemingway. Sus amigos, y los que no lo fueron pero compartieron con él algún tramo de su vida, coinciden en definirlo como una persona íntegra y consecuente. Pero Quieto, por sobre todas las cosas, amaba a su familia, compuesta por su mujer, Alicia, y dos hijos: Paola, entonces de diez años, y Guido, de seis. Puede suponerse que ese fatídico domingo 28 de diciembre de 1975, cuando se encontró con ellos en la playa de Martínez, lo hizo creyéndose liberado de la vigilancia de las fuerzas de seguridad, dado que ya había pasado la Nochebuena.
El día del secuestro, alrededor de la siete de la tarde, fue la pequeña Paola la primera en darse cuenta de lo que pasaría. Estaba hamacándose en los juegos del recreo cuando vio que llegaban varios automóviles civiles en caravana y sin ninguna identificación, con hombres portando armas largas cuyas bocas salían de las ventanillas. La niña saltó de la hamaca, corrió y se tomó con fuerza de las piernas de su padre, en un intento vano y desesperado para evitar que se lo llevaran. “¡Papito adorado, papito adorado!”, repetía entre sollozos. Su tía Susana logró arrancarla y le indicó que se tirara boca abajo en el piso, al lado de un auto, en un intento de protegerla ante un eventual tiroteo.
Cuando el inspector Rosas se le acercó para pedirle los documentos, Quieto tenía en brazos a uno de sus sobrinos, Manuel, hijo de su hermano Osvaldo, y le estaba sonriendo. Pero en una fracción de segundos su expresión se vio transformada hasta ponerse pálido. El sabía muy bien qué significaba que lo hubiesen descubierto. La patota llegó justo cuando Quieto estaba por irse. Los hombres avanzaron hacia él con las armas en alto y disparando al aire, y mediante insultos le ordenaron que subiera a uno de los vehículos, al tiempo que a los gritos hacían tirar boca abajo a todos los presentes. Rosas le ordenó que lo siguiera, pero su esposa, Alicia, se interpuso de espaldas a su marido para protegerlo con su cuerpo y le propinó una certera patada en los testículos a un grandote de anteojos espejados que estaba armado con un fusil. Este, desbordado por la situación, le gritó a ella: “¡Terminala porque te quemo!”. La advertencia fue escuchada por el inspector Rosas, quien en tono severo y fraseando cada palabra le dijo: “¡Vos no vas a quemar a nadie y te quedás tranquilo!”.
Segundos después, Quieto era arrastrado hacia un Torino rojo. Por unos instantes logró zafar de sus captores y se abrazó a un árbol, pero rápidamente fue disuadido de un culatazo preciso en medio de la cabeza. Lo subieron y lo sentaron en el asiento trasero entre dos integrantes del operativo. Una vez que el vehículo arrancó, Quieto miró algunas veces hacia atrás para saber si la familia estaba siguiéndolo a fin de dar con la dependencia de seguridad en la que sería alojado, relató su hija. Iba vestido con un short de baño y descalzo.
El lunes 29 Montoneros organizó una campaña para exigir la legalización de la detención de Quieto y su liberación. Es que veinticuatro horas después de los hechos, la familia no había podido dar con el lugar al que había sido llevado. Exacerbados, algunos militantes pintaron en las paredes de los frentes de las casas: “Que aparezca Quieto, secuestrado por las Fuerzas Armadas gorilas”. El 3 de enero de 1976 la organización los movilizó al centro de la ciudad, donde se produjeron algunos incidentes y desmanes. La figura de Quieto había trascendido las fronteras de nuestro país. Tanto que, ante su secuestro, dirigentes e intelectuales europeos reclamaron por él. Incluso se publicaron solicitadas en los diarios pidiendo su aparición con vida, como la siguiente:
Reacción internacional ante la desaparición de militantes políticos en la Argentina. Dirigentes e intelectuales europeos exigen que aparezca Roberto Quieto. Han enviado telegramas al gobierno argentino y a las Fuerzas Armadas solicitando “se respete la vida y la integridad física del doctor Roberto Quieto, y se lo ponga a disposición de las autoridades judiciales pertinentes”, las siguientes personalidades: Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Paco Ibáñez, Michel Combre (de Vie Nouvelle, organización de católicos de izquierda), André Jacques (de Cimade, comité para los refugiados políticos), Georges Montaron (director de Testimonio Cristiano), Jean-Marie Domenach (director de la revista católica Espirit), Georges Moustaki, Giselle Halimi, Laurent Schwartz, Georges Casalis, Pierre Vilar, Alain Touraine, René Salanne (en representación de la CFDT, importante central sindical francesa), Josefa Argañaraz de Quieto, su madre.
Todo fue en vano. El gobierno de María Estela Martínez (Isabel), presidenta de la Nación elegida por el voto popular en la fórmula que había integrado junto a su marido, el general Juan Domingo Perón, se negó a reconocer que Quieto estuviera a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, a pesar de que la detención se había realizado ante los ojos de decenas de testigos y con la ostensible participación de las fuerzas de seguridad. Isabel había dado a conocer el 16 de octubre de 1975 tres decretos mediante los cuales se dejaba a todo el país bajo la jurisdicción militar, es decir, sometido al control operacional de un Consejo de Seguridad integrado por los representantes del Poder Ejecutivo y los tres comandantes generales, las respectivas policías provinciales y los servicios penitenciarios.
En la práctica, esto significaba que los militares, a partir de ese momento, tenían amplias facultades para perseguir a todos los militantes de izquierda que ellos caratularan como “subversivos” y a la ciudadanía en general. Era la antesala del genocidio. Montoneros conocía el salto cualitativo que había dado la represión para ese entonces por la información que manejaba su poderoso y bien entrenado aparato de inteligencia. Sabía que había comenzado a implementarse la desaparición forzada de personas, a las que luego se sometía a tormentos y a toda clase de refinados métodos de tortura, sin tiempo ni límite. El tiempo y el límite sólo lo marcaba la muerte. Sin embargo, a la semana del secuestro de Quieto, la organización decidió frenar el reclamo por su libertad. Y lo acusó de estar colaborando con las fuerzas de seguridad bajo tortura, según se animó a reconocer, impávido, el tribunal que lo había “juzgado”.

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