Decidí ya de joven que no quería tener hijos. No recuerdo el momento específico ni los motivos puntuales. Lo que sí recuerdo es que no pasé por un período en que me di cuenta de que quizá prefería no tener o que iba a depender de las circunstancias. Mi sensación es que supe enseguida que mi forma de ser y lo que quería para mi vida no eran compatibles con criar chicos.
Tuve la suerte de enamorarme de una mujer que pensaba igual que yo, la escritora Mariana Dimópulos, que el año pasado escribió en esta misma sección sobre por qué una mujer no desea tener hijos. Hoy lo hago yo, desde una mirada masculina. El tema debe haber sido una de las primeras cosas que hablamos apenas nos conocimos. Lo curioso es que muy pronto yo sentí que mi amor por ella era tan fuerte que hasta hubiera capitulado a mi ideal y hubiera tenido hijos, si al final me lo pedía.
Pero no lo hizo, ni yo tampoco cambié de opinión, pese a las increíbles presiones que sufre una pareja establecida a medida que pasa el tiempo y no procrea. El mayor fardo se lo lleva sin dudas la mujer, cuya actitud parece una ofensa al género humano, pero también los hombres tenemos que afrontar miradas desaprobatorias y comentarios insidiosos. En primer lugar, cuesta hacerle entender a la gente, empezando por la propia madre, que la decisión es conjunta y no sólo de su querida nuera. Y más cuesta explicar que no es nada en contra de nadie, sino a favor de uno.
La gran diferencia en el caso del hombre es que siempre puede cambiar de parecer, incluso cuando por edad la mujer ya no puede. Pero esa supuesta ventaja, que alivia la presión, le termina quitando legitimidad a la decisión que uno ha tomado.
Seguí pensando lo mismo respecto a no tener hijos cuando llegó la prueba de fuego de ver nacer y crecer a los de mis amigos. Diría que hasta reforcé mi idea: los insomnios de esos padres primerizos me hubieran convencido de desistir, aun si hubiese tenido mis dudas. Lo mismo corre para los trastornos que sufre la pareja, incluyendo los sexuales (tema tabú, por supuestamente frívolo cuando se trata de los hijos, pero que a mí me parece fundamental, y creo que a los padres también). Amo el silencio y necesito dormir bien para funcionar, dos frágiles fenómenos que un chico recién nacido ahuyenta inmediatamente de cualquier casa.
Pero no es sólo eso lo que no me gusta de la idea de ser padre.
Tampoco me gusta que nadie dependa de mí, ni siquiera una mascota. Y no me gusta ponerle límites a nadie, que es lo primero que te tiene que gustar para ser un buen padre. Siempre me costó reconocer autoridades y lo último que quiero es convertirme en una, aunque más no sea en el ámbito reducido de un hogar y por tiempo limitado.
Por otro lado, ninguna de las tareas que debe asumir un padre son para mí. Y no me refiero sólo a cambiar pañales o llevar al nene al médico, ni todas esas cosas que ningún padre dejaría de hacer si pudiera (y de hecho deja de hacer si la madre asume esa responsabilidad, según el reparto clásico de roles). Tampoco me atrae lo “lindo” de ser padre, como buscarle una escuela pensando en la educación que va a recibir, o comprarle ropita que le quede bien, o llevarlo a que juegue con amiguitos o festejarle su cumple. Enseñarle a patear una pelota es algo que quizá me hace un poco de ilusión, pero sé que sólo por un rato, y sólo si me sale bueno. No soy una persona muy paciente ni muy didáctica, y aunque supongo que son cosas que uno desarrolla siendo padre, no creo que yo pueda cambiar lo suficiente en ese aspecto.
Al menos visto desde afuera, debo confesar que todo lo que ocurre alrededor del crecimiento de un chico, por el sólo hecho de que es una tarea cotidiana y reiterativa, me provoca bastante tedio. Si me cuesta leer dos veces los libros que me gustaron a mí, no me veo leyéndoles mil los que les gusten a ellos. Un rato con mis sobrinos me alcanza y me sobra. Algunas cosas de la educación directamente me parecen horribles.
Imagino por ejemplo una reunión de padres y entro en colapso nervioso. Sé que a muchos padres les pasa lo mismo y que se sobrevive a eso y a todo, pero se ve que soy demasiado egoísta para siquiera hacer ese sacrificio, ni ningún otro.
La recriminación esta de ser egoísta me incomoda, sobre todo porque creo que hay mucha gente que tiene hijos por razones tan o más egoístas que las que a mí me mueven a no tenerlos, pero igual me la banco, porque tiene algo de verdad. Desde siempre quise dedicar mi vida a los libros y en ese sentido los hijos me parecen una pérdida de tiempo, lo cual es una postura no muy desprendida que digamos.
Lo que me banco menos es el prejuicio de los así llamados “Dinky”, según las siglas inglesas “double income no kids” (dos sueldos, sin hijos). Nunca guié mis decisiones por temas económicos, casi diría que lo contrario. No me sobraría dinero para criar a unos chicos (uso el plural porque no me podría imaginar tener uno solo, llegado el caso), pero sé que lo lograría. De hecho, tener hijos me daría una buena razón para ganar más plata, cosa que me cuesta encontrar más allá de mantenerme y poder seguir teniendo tiempo para hacer libros.
El tiempo es probablemente la clave de todo este asunto. Soy muy celoso de mi tiempo, a extremos medio patológicos. La idea de que un ser me quite ese bien, el único que tenemos en esta vida, me aterra. A la vez, se ven tantos padres que siguen con su vida casi normal que me pregunto si no habré exagerado en mis temores. Todos sabemos que el tiempo se estira, y que cuánto más hace uno, más tiempo encuentra para hacerlo.
En lo otro que siento que pude haberme equivocado es en mi también exagerado apego a la soledad. El mismo hecho de vivir en pareja demuestra que es una pasión falsa, o digamos no absoluta. ¿Por qué no agregarle un par de humanos más a la ecuación, a los que sé que terminaré amando también? Porque nunca dudé de que si tuviera hijos aprendería a disfrutarlos, y que todo lo que desde afuera me parece tedioso o desquiciante adquiriría otro matiz. La sola circunstancia de que el chico está ahí y no hay vuelta que darle te tiene que hacer cambiar tu visión de mundo, por muy anti-chicos que hayas sido con anterioridad.
Con todo, el m ayor problema de no tener hijos es para mí la distancia que se va abriendo con los amigos que sí los tienen, que por cierto tienden a ser casi todos, aun cuando cada vez los tengan más tarde. Aunque ellos hagan todo lo posible para no discriminarte (por ejemplo diciéndote cosas como “hacés bien en no tener hijos” cuando pasaron una mala noche, aunque pasarían mil más por esa criatura que ya es todo para ellos) y aunque uno haga todo lo posible para que parezca que nada cambió (poniendo cara de interés cuando te hablan de si hizo o no hizo, de sus recurrentes enfermedades o de todo lo que ya aprendió en el colegio), aunque todos hagamos como que cada uno es grande y toma las decisiones que quiere, lo cierto es que la vida cambia radicalmente para los padres y por ende también para los que no lo son, por el solo hecho de no cambiar.
Es que hay algo inmaduro en quien no tiene hijos, como que no cumplió un ciclo natural. Por un lado, eso me hace sentir más joven que los que ya procrearon, porque todavía no llegué a la etapa que ellos transitan. Pero a la vez me hace sentir infinitamente viejo, porque saber que no entraré nunca a ese estadio natural de la vida hace que parezca pasado, como si hubiera tenido hijos y ya se me hubieran ido de casa.
Saber que uno no tendrá descendencia tiene además algo funesto, porque te condena a una vejez horrendamente solitaria. La idea de estar tan solo que te descubran muerto semanas más tarde es inquietante. Pero de eso me salva, como a los padres la idea de que los hijos los van a ir a visitar siempre, la idea no menos utópica de que viviré para siempre con mi compañera. Lo que en cambio me angustia, porque no tiene remedio, es la perspectiva de haber pasado por este mundo y no haber sentido el amor que puede darte un hijo y que sos capaz de darle vos, un amor que imagino distinto a cualquier otro. Eso sí que es desolador. Hay algo que te perdiste, aunque nada te impedía vivirlo, al contrario. ¿Por qué perdérselo, entonces?
Crecí con cuatro hermanos, todos menores, de los que algunas veces me tocaba quedar a cargo, cosa que nunca hice a disgusto. A la primera chica de la que me enamoré ya en edad de intimar sólo pensaba en hacerle hijos. Cuando me fui de intercambio estudiantil a Alemania, mi madre postiza justo tuvo su sexto hijo y yo me ocupé bastante de cuidárselo. Entremedio me había ido de viaje con cursos más chicos del colegio en calidad de ayudante de los profesores y hasta trabajé algún verano enseñándoles natación a los más chiquitos de una colonia. Con esto quiero decir que siempre me gustaron los chicos y tuve onda con ellos.
Aún la sigo teniendo con mis sobrinos y con los hijos de mis amigos, que me dan mucha ternura (cuando no gritan ni se ponen pesados). Entonces, ¿por qué no tener unos propios que me cuiden de viejito?
S i lo pienso así, me dan ganas de llorar. Pero no de tener hijos. Eso sí que sería egoísta, creo. Tener hijos por “hacer la experiencia”, por “completarme”, o por miedo a quedarme solo ... qué carga para las pobres criaturas.
Toda decisión verdadera implica renunciar a algo, o incluso a mucho. Pero eso corre también para las decisiones afirmativas, sean más o menos producto de la inercia natural y cultural. Hace un tiempo leí que una mujer transexual decía que ella no entendía cómo una persona, por el simple hecho de nacer varón, se resignaba a serlo toda su vida. La declaración me dejó tan estupefacto como a mi padre mi decisión de no tener hijos. “Casarme pero no tener hijos es una posibilidad que a mí nunca se me ocurrió ni plantearme”, me dijo cierta vez. Y la verdad es que tampoco yo me planteé nunca la posibilidad de cambiar de genitales. Y aunque me suena muy extraño, y aunque no volvería atrás para replanteármelo, celebro que para alguna gente empiece a ser una opción concreta.
Renuncié a varias cosas en mi vida y cada una de esas renuncias fue un acto de libertad, por más miedos que me hayan generado. También en esto de no tener hijos creo que no haber seguido a mi corazón me habría hecho sentir, hoy, que no actué con libertad. Por suerte creo que ya todos en mi familia lo entendieron así, aunque las presiones no terminen. Hace poco estaba jugando con mi sobrinito en brazos y una tía me dijo con una sonrisa malévola: “¡Cómo me voy a reír si de pronto tenés un hijo!” Yo la miré sorprendido, pero ya sin enojo, pensando: –Espero que no ocurra, tía, pero quedate tranquila que, si pasa, también yo me voy a reír.
Fuente: Ariel Magnus/Clarín
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